sábado, 31 de agosto de 2019

¿Tienen algún sentido? ¿Podrían resolver algo?

Una triste historia local de la que se desprenden reflexiones genéricas con valor sustantivo


¿Elecciones en la Universidad?


@asdromero



I-Antecedentes y planteamiento del problema



A raíz de una publicitada decisión del TSJ, en la que se conmina a la UCV a realizar elecciones dentro de un lapso de seis meses, me he convencido de la conveniencia de exteriorizar algunas reflexiones sobre si tendría algún sentido la celebración de elecciones rectorales en esta hora tan menguada que viven nuestras universidades nacionales. Las hice recién llegado a Madrid, influido por lo que había podido palpar en el ambiente en el transcurso de mi activa participación en las elecciones de la Caja de Ahorros de Profesores de la UC (IPAPEDI). Por tanto, obviamente, son previas a este pantanoso berenjenal que desea montar el Régimen. De hecho, las ideas que a continuación expondré comenzaron a rondar mi cabeza con creciente intensidad, después de haber sufrido una insólita pesadilla que al final les narraré.

Me resulta evidente que de la precitada resolución se derivará una discusión nacional sobre si las universidades nacionales autónomas deben acatarla o no, máxime en este tramo supuestamente agónico para el Régimen según la opinión de muchos. Esta discusión, en mi alma mater, podría generar un escenario de extrema polarización, habida cuenta que en ella existe un grupo no oficialista que achaca, selectivamente, a algunas autoridades rectorales y decanos mayor responsabilidad en el colapso institucional que la que tienen los DESTRUCTORES externos bien identificados. Plagiándose el lenguaje, se refieren a ellos como los DESTRUCTORES locales. No me atrevería a opinar sobre cuán significativa sea su representatividad, aparentan ser pocos pero hacen ruido y tienen detrás a unos cuantos cazadores de poder  interesados en los beneficios de su accionar. Estos, no echan leña, dejan a otros el trabajo sucio, pero alcahuetean. Aclaro: el grupo es no oficialista, porque en el caso de la irrisoria minoría oficialista se entendería perfectamente que ese fuera su pregón. Siendo el punto focal de su discurso el nefasto gestionar de los DESTRUCTORES locales, para ellos resulta lógico plantearse en la actual coyuntura una elección de autoridades rectorales como el paso inicial para comenzar a poner orden en la casa. Y de hecho, exhibiendo consistencia con esta línea de razonamiento, han comenzado a pedir, insistentemente, elecciones a través de las redes sociales. Al parecer, sin mucho eco, pero esta supuesta resolución del TSJ podrían asumirla como viento a favor de su propuesta. Y como insinué antes, las ramificaciones cuantitativas de su política agresora son difíciles de estimar, por lo que el panorama con respecto al acatamiento o no de la fulana resolución podría enredarse en nuestra querida casa de estudios.

Aclarado lo primero –la anterioridad de mis argumentaciones- debo reconocer que éstas son de naturaleza más pragmática y aunque podrían constituirse en otro nutriente para la discusión nacional, estoy convencido que la discusión en este ámbito se dará más en el terreno del respeto a los principios, la legalidad y las razones políticas. Por otra parte, en febrero de 2013, a través de este mismo blog, propuse a la comunidad universitaria nacional un esquema a partir del cual podría llegarse a un acuerdo que posibilitara la realización de elecciones en las universidades nacionales. No tuvo acogida. Era pragmático también. Involucraba un sacrificio temporal de los principios, a cambio de poder airear a las instituciones con un cambio de autoridades, lo cual en mi opinión resultaba muy conveniente. Lo digo, para que el procesamiento de mis argumentos no sea contaminado con la creencia de que he sido un emblemático representante de la posición de no elecciones en el ambiguo escenario que propició el Régimen. Mi posición en un tramo de esta historia reciente fue de elecciones a pesar de.... Pero no tuvo eco porque la posición de respeto a la Autonomía siempre ha tenido un sólido respaldo. Para la mayoría de los académicos genera rechazo la idea de unas elecciones rectorales donde su voto tenga el mismo valor que el de los estudiantes, empleados, obreros y egresados. Esta es una verdad de Perogrullo.

En ese tramo de indecisión, elecciones sí, elecciones no, ha pasado mucha agua debajo del puente. Muchísima, diría yo. La inviabilidad llegó a las instituciones para quedarse. Cuando a una universidad como la nuestra, le asignan, presupuestariamente, tres mil bolívares soberanos para la partida de mantenimiento global de toda la Dirección de Transporte, un monto que en la oportunidad que nos lo dijo la Rectora no alcanzaba ni para tomarse un café en una panadería, uno se da cuenta que las universidades continúan abiertas de milagro.


Milagro sí, donde confluye no solamente la resiliencia de un núcleo directivo, decidido a resistir hasta más allá de lo imposible la voracidad del Régimen, sino también la contribución de gran cantidad de héroes anónimos que siguen dando lo mejor de sí, en las condiciones más deplorables que alguna vez les haya correspondido soportar, a cambio de un penoso salario que es muy inferior al de una dependienta en una tienda de celulares o el de una ayudante doméstica. La Universidad está moribunda. Cada día que transcurre pierde energía. Es una lucha diaria por mantenerla viva hasta que el Régimen caiga y se prenda una lejana lucecita en algún túnel de la esperanza, que permita pensar que un escenario para la transformación institucional en acuerdo con un estado sensato puede concretarse. Mientras tanto, en el tránsito de la agónica espera: ¿Tiene algún sentido realizar elecciones rectorales?


II-Argumentación central y los limones amargos



Mi opinión de entrada es negativa. Creo que mi producción neuronal nocturna –una especie de surrealista pesadilla-, se debió al cercano recuerdo de dos conversaciones con buenos amigos, sostenidas poco antes de venir a Madrid. Ambos, con dilatadas carreras universitarias y muy legítimas aspiraciones a ser Rector algún día. Les dije a los dos, cada uno por separado, con un cierto tono imperativo: ¡Por ahora, olvídate de elecciones! En el momento actual, no tienes nada que ofrecerle a la Universidad. Es más si yo fuera tú y por alguna locura se convocaran elecciones, no me metería en ese berenjenal, a pesar de tu prolongada querencia. Hasta que no haya un cambio político, la Universidad no tiene salida, apenas intentar sobrevivir, como lo estamos haciendo muchos en lo personal y también, lo sabes, gran cantidad de organizaciones, incluyendo industrias y comercios.


Sólo uno de ellos me respondió con una tímida propuesta de convertir a la Universidad en un ente más productivo. Por supuesto que ésta tendría que constituirse en una de las líneas estratégicas principales de un proceso transformador en el futuro, pero en las condiciones actuales todo, absolutamente todo, es atentatorio contra esa “revolución de productividad” esgrimible por algún avezado candidato como discurso de campaña. Quizás, podría calar en el imaginario de los electores a pesar de no tener ningún asidero con la realidad. ¿De qué magníficas dimensiones tendría que ser esa revolución generadora de ingresos para financiar la pesada carga que arrastra una institución tan dinosáurica como la nuestra? La Universidad se ha convertido, al igual que otras instituciones públicas, en una gigantesca organización cuya principal función es pagar quince y último a una gran cantidad de personas, de la cual sólo un reducido grupo – me aventuraré a estimar que inferior al 25%- se mantiene en  el frente intentando evitar que se produzca el último respiro.

Vamos a estar claros: iniciativas como la que promueve en la actualidad el Secretario de la UC, Prof. Pablo Aure, de sincerar los ingresos por concepto de preparación de documentos a egresados están en la onda acertada, pero su efecto práctico para cubrir costos es muy limitado. Y no nos extrañe que, en cualquier momento, el Régimen en una acción concertada con sus troyanos dentro de la Universidad busque clausurarla, sea por la vía de protestas de sus tarifados estudiantiles, o haciendo ver que ese cobro constituye un delito de conformidad a alguna norma incluida en su tinglado de asfixia regulatoria en la que han sumido al país y a sus instituciones.

Aclaro que mi mención particular a esta iniciativa no persigue insinuar de ninguna manera que el profesor Aure la haya motorizado teniendo en mente alguna campaña rectoral. Lo he hecho a los efectos de ilustrar un asunto que es vital para la discusión. ¿Hasta qué punto la Universidad venezolana tiene libertad para transformarse? Como podemos ver, el tema se escapa de las reducidas paredes de mi alma máter. Va mucho más allá: ¿Podría plantearse cualquiera de las universidades nacionales autónomas del país un proceso de transformación por sí sola en sintonía con las tendencias internacionales y, al mismo tiempo, en consideración anticipatoria de las restricciones financieras que habrán de imperar en una venezuela en reconstrucción?

Mi respuesta vuelve a ser negativa. No se podía hacer en tiempos de la Cuarta República. Mucho menos posibilidad se tiene ahora con el Régimen. Siempre he escrito sobre esto. Nuestras universidades autónomas son muy poco autónomas.  Son parte de un subsistema que se rige por un marco normativo vigente desde el año 1961, la Ley de Universidades, opresor de muchas de las estrategias que en un plano especulativo podrían planearse con miras a activar un proceso de transformación. Como estamos, el proceso de transformación tiene que ser nacional y debe contar con la participación principalísima del Estado. Cualquier otra acción que se salga de ese corsé legal corre el riesgo de durar hasta que a un grupo de interés se le antoje introducir una acción judicial.

Pero es que además de ese restrictivo corsé legal, bien restrictivo en verdad, en un excelente trabajo del profesor Octavio Acosta se pueden conseguir los hitos históricos en los cuales la universidad venezolana se fue dejando quitar competencias. Por ejemplo, toda la política laboral ha sido centralizada. ¿Podría un equipo de autoridades empeñado en transformar a “su” universidad, anunciar un proceso de relegitimación de los cargos docentes a los efectos de adecuar el tamaño del plantel docente a la nueva realidad matricular? Una iniciativa como esta sería muy lógica, pensando en invertir los entrantes recursos para nómina docente entre menos profesores y generar el incentivo de poder pagar mejores sueldos a los  profesores de mayores méritos que se reclasificaran. Suena lógico, pero: ¿Lo podrían plantear? ¿El Régimen y sus troyanos los dejarían?  -lo dejarían si lo fuesen a implementar sus autoridades “amigas” y entonces habría que agarrarse porque vendrían curvas-. Esta última interrogante es absolutamente pertinente. Además del corsé legal, las universidades también han estado siempre sometidas al corsé político. Quizás en la cuarta, este se ejercía de manera más disimulada y por mecanismos indirectos. Con el actual régimen, los modos de intervención son abiertamente descarados. Ejemplos sobran.

Entrando a predios aún más controversiales, pero en los que me interesa entrar. ¿Podría ese mismo empeñoso equipo de autoridades  anunciar que en “su” universidad se aplicaría una nueva política de jubilación en la que la edad mínima de egreso sería a los 65 años –como en la mayoría de los países del mundo, algunos bastante más ricos y desarrollados que el nuestro? Sería bastante lógico. ¿O no? Una universidad que renace pobre, que ya no se puede dar el lujo de mantener una muy onerosa política de jubilación debería hacerlo. Desde el año de 1992, un sensato Consejo Nacional de Universidades en sesión realizada en Puerto La Cruz reconoció que la política de jubilaciones universitarias era insostenible. Se anunciaron correctivos que no fueron implementados a nivel institucional por razones de diversa índole. No solamente no se corrigió nada, sino que en el presente contexto de miseria socio económica de los claustros profesorales han surgido explicables apetencias a desnaturalizar la función de los fondos de pensiones y jubilaciones para convertirlos en instrumentos coadyuvantes de la previsión social.

La política actual de jubilaciones, no sólo las universitarias, sino las de todo el sector público, es No Sustentable. Pero nadie habla de esto. Me voy a permitir por un momento abandonar el tema exclusivamente universitario para referirme a lo nacional. Tengo la sensación que en todos esos planes en los que se invita a la sociedad civil a participar, se evita hablar de los limones amarguísimos que nos tendremos que tragar en la realidad post Régimen. Uno no sabe si existe un libro negro del Plan País donde están condensados todos esos limones amargos de los cuales es “políticamente incorrecto” hablar, pero si esta especulación es cierta: al menos allí están, la gente que se asume futuro gobierno tiene conciencia de su deber de aplicarlos. Es el escenario menos malo, aunque en mi opinión: equivocado. Este es uno de esos momentos “oportunidad” donde lo políticamente correcto sería hablarle al país con toda crudeza de lo que vamos a enfrentar. Mucho peor sería que ese libro negro no existiera, porque ello significaría que esa gente que se asume futuro gobierno no está dispuesta a resolver aspectos que son neurálgicos para poder levantar al país. Si se pretende, por ilustrarlo con sólo un tema, que Venezuela siga operando con un sector público con jubilaciones a los cincuenta años o menos, que Dios nos agarre confesados. Todo este sacrificio de haber soportado la más terrible de las pesadillas, no habrá servido para nada.

Retornando al tema universitario, insisto en mi tesis de que unas elecciones universitarias en este momento no resolverían nada. El tiempo de realizarlas quedó atrás. Ahora sólo resta esperar a que se produzca un cambio político; a que se instalen unos nuevos actores en el ejercicio de la representación del Estado a fin de concertar con ellos cuál va a ser la universidad deseable y qué cobertura financiera le va a aportar el Estado. Será entonces cuando se abra un escenario para la transformación universitaria. Por supuesto, sería muy deseable también que se alcanzara un acuerdo para producir un nuevo marco legal menos restrictivo, en el que se liberen las fuerzas transformadoras de cada una de las instituciones universitarias, o al menos de las que cumplieren con un nivel razonable de capacidad institucional como para abordar un proceso de transformación. La idea de poner a las universidades a competir no es mala, ya se planteó en el segundo gobierno del Presidente Caldera pero la Revolución extirpó de cuajo todas esas buenas iniciativas en ciernes.

Me llama poderosamente la atención que las universidades y la Asamblea Nacional no se hayan puesto de acuerdo para iniciar actividades conducentes a perfilar con carácter anticipatorio –como sí se ha hecho en otras áreas- esa especie de acuerdo sobre lo que se va a hacer con un sector tan importante de la vida nacional. No sé si será que se nos respeta demasiado desde la Asamblea Nacional y nosotros, los universitarios, a quienes nos corresponde forzar la barra en ese sentido, no terminamos de generar la plataforma institucional representativa del sector con la que se puedan iniciar conversaciones. O,..., que a las universidades ya se nos ha reservado un espacio en ese libro negro al cual hice mención, como “elefantes” irrecuperables que lo mejor es dejarlos morir y entregar la responsabilidad de la educación a nivel superior al sector privado. Habiendo ejercido alguna vez la profesión del mal pensar, es un escenario posible que no podemos dejar de mencionar y del cual, los universitarios, deberíamos estar bien pendientes y, aparentemente, no lo estamos.  Algunas de esas mentes “preclaras”, agazapadas  en los salones de escritura de esos textos oscuros pudieran estar pensando algo como eso –es una tendencia en muchos países-. El problema es que el sector privado, salvo muy contadas excepciones, tampoco anda muy sanito que se diga. El subsistema de la educación universitaria amerita una atención importante y concienzuda.

Definitivamente, no creo que en las presentes circunstancias exista un horizonte de transformación sobre el cual comenzar a trabajar. Ni tampoco la potencialidad de resolver, autonómicamente,  unos complejos cangrejos heredados que obstaculizan grandemente la posibilidad de sacar a flote las instituciones. Alguien me podría decir, que esto también era verdad hace cinco años, o hace tres. Ciertamente. Pero entonces las universidades no estaban tan postradas. Todavía existía margen para que unas autoridades nuevas, recién legitimadas, intentaran algunas estrategias. Esa posibilidad ya se esfumó. ¿Qué alternativas pueden ofrecer los candidatos? ¿Qué ilusorias promesas van a tratar de vender? Tendrían que cuidarse muchos los aspirantes de justificar bien sus opciones para evitar que sus campañas desaguaran en el terreno de lo ridículo.


III- Final con retorno al cotarro local


He dicho que no tengo compromiso con ningún candidato. Que tomaría mi decisión en función del proyecto que presentaran. Pero después de toda la argumentación en la que he entretejido lo local, con lo nacional en el ámbito universitario y en el ámbito de la política del cambio,  dudo que puedan conquistarme con sus ideas. No veo espacio para ellas. Lo mejor sería que no se celebraran elecciones, además de que debemos acompañar el natural gesto de rebeldía que se debería producir a nivel nacional. Pero no descarto, tal como percibí el cuadro de encarnizada desunión en el marco del proceso electoral de IPAPEDI, no me extrañaría que se cuadrara una mayoría local en la tendencia de pedir elecciones.

A pesar de la acción súper letal de los DESTRUCTORES externos, no hemos sido capaces de superar nuestras diferencias. No hemos podido superar una larga historia de traiciones, deslealtades y malos tratos entre los grupos con capacidad de movilización electoral. Tampoco es que las autoridades, incluyo aquí a las cuatro y todos los decanos, en sus ya muy largos años de gestión, con algunas de sus acciones y frecuentes omisiones han ayudado a que se cree un ambiente de mínima concordia que posibilitara la gestación de un escenario de encuentro. Tan necesario que era a los efectos de discutir y concertar nuestra defensa frente a la poderosa amenaza externa. ¡Todo hay que decirlo! Ha prevalecido el clima de recriminación entre nosotros, incluso por males que nos vienen de afuera. Ha prevalecido la Política del Odio. Estamos como el país: divididos. Quizás sea este pesar que llevo desde mi último intento, un tanto tardío, de producir algún acercamiento entre los factores, lo que me causó la pesadilla.

Había una elección. Y los candidatos, a los que, luego despierto, no pude reconocer, articulaban espléndidos y encendidos discursos. Utilizaban el proyector sistemático de frases cohetes de mi amigo Fernando Burgos, quien debe estar en el cielo. Hasta aquellos tiempos de joven profesor de ingeniería se remontaron mis neuronas –porque todo lo producen ellas en respuesta a una vital angustia-. ¡Atrevámonos a soñar! Y qué coño vamos  a poder soñar, decía yo como espectador mientras agitadamente me revolvía en la cama. ¡Repensemos la Universidad! ¡Hacía una universidad conectada internacionalmente y socialmente pertinente! …. A pesar de que todo aquello parecía desarrollarse en un híper espacio de sexta dimensión donde ya no puedes saber lo que es real y lo que es ficción, luego vi largas filas de electores que iban a votar. Llevaban unas vestimentas religiosas, no nuestras togas académicas sino algo similar a la usanza de los monjes budistas. Iban como drogados. Como si se hubiesen tomado unas pociones que les permitiera reconciliar su cruda realidad con el promisorio aliciente que les había vendido el candidato de su parcela. Ganó la política del odio, lo dije y no me podría desdecir porque en los sueños tu cerebro no construye falsedades, sólo el reflejo de tus profundidades. Y en la escena siguiente, estaba el ganador, en su vestimenta religiosa un poco más decorada con estrechas bandas de color anaranjado. Tampoco lo reconocí. Pero estaba en un despacho en el que habían transcurrido varios años de mi vida. Allí supe que las elecciones se habían realizado en mi universidad. Hablaba con mis directoras de presupuesto y administración. ¡Que locura ese sueño! Le informaban de lo precario de la situación financiera. Recibió varias llamadas en las que le notificaban de nuevos problemas que no podría resolver. Al final de la mañana, lloraba amargamente porque no había tenido la paciencia de esperar el desenlace, ahora le correspondería a él, quizás, cerrar los ojos de la muerta. El terrible deceso temporal de algo tan querido fue lo que me despertó con dificultades para respirar. ¡Esa fue la surrealista pesadilla que motivó mis reflexiones!



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