domingo, 7 de abril de 2019

El Necesario Compromiso entre la UC Abierta y el Cuido de la Academia

Un estrofa de nuestro himno ucista


Dos discursos en la Universidad

@asdromero 


Al cese de una reunión del Grupo de Pensamiento Universitario, me confiesa Gustavo Guevara: ya me encuentro mentalmente preparado para llevarme mis muchachos a mi casa y darles clases en ella. Sus muchachos son sus alumnos de Economía. Gustavo –seguro estoy que no se molestará por referencia tan personal- es uno de esos profesores “mayorcitos” que, teniendo la posibilidad de jubilarse, se mantiene empecinadamente en las trincheras de la docencia universitaria, cada vez más inhóspitas. Pensé, al escuchar sus palabras, que esa imaginaria circunstancia presentida en su inmediato futuro, estaría iluminada con inusitada brillantez por esa luz combatiente de sombras y tinieblas que a todos los universitarios, como misión de vida, nos ha sido encomendada no dejarla morir.

Esta visión que me fuera transmitida por tan preciado amigo, expresa de manera muy emblemática el discurso sobre la imperiosa necesidad de mantener a la Universidad con sus puertas abiertas. Es el discurso alineado con la necesidad de resistir. Pero no es el único que se escucha dentro del ambiente universitario. En realidad, nuestra Alma Mater se debate entre dos discursos –me imagino que igual ocurre en otras casas de estudio-. Al auscultar la opinión universitaria y sus manifestaciones en las redes sociales, también se percibe el discurso cuestionador de los decretos de continuación de actividades académicas, aludiendo a la inexistencia casi total de condiciones que permitan la realización de los procesos de docencia e investigación con niveles de calidad admisibles. Por supuesto que sobre la cualificación de admisibilidad se va a encontrar uno un amplio espectro de opiniones en las actuales circunstancias.

Los dos discursos cuentan con soportes argumentales de incuestionable validez y su cohabitación a lo interno de la Universidad, sin que se perciba una instancia a través de la cual se puedan zanjar sus diferencias, o al menos intentarlo, en mi opinión está generando daño institucional. Incluso: cierta crispación. A nivel de las instancias institucionales se percibe un consenso alrededor del discurso de la “Resistencia” que, en lo personal, comparto. Pareciera, sin embargo, que los argumentos que lo sustentan no están siendo lo suficientemente bien comunicados aguas abajo. Hace falta una mayor deliberación sobre tan álgido y delicado tema a nivel de las cátedras y departamentos. Hace falta recabar las opiniones de los actores de la cotidianidad académica sobre lo qué se puede continuar haciendo y lo qué no. Y que en ese proceso de consulta se pueda permear hacia las bases, la visión institucional sobre el dilema entre apagar la luz y el desafío de tratar de mantenerla encendida bajo el lema de estar dispuesto a perecer con las botas puestas –como me lo expresaba un decano de facultad-.

La Universidad, por su esencia, es una organización en la que debe privar su carácter deliberativo, máxime en tan infaustas circunstancias de inviabilidad. El privilegiarlo pudiera ser la clave para tratar de conseguir una posición equilibrada entre lo que ahora se perciben como dos extremos opuestos que no se están escuchando el uno al otro. Esta falta de comunicación genera angustia y propicia una dañina radicalización verbal. Surgen entonces cuestionamientos sobre hasta cuándo se va a continuar “fingiendo normalidad”, que no creo que ya a estas alturas sea el caso cuando es imposible fingirla.  Incluso algunos, desde una perspectiva gremialista tradicional, cuestionan el que los profesores continúen en sus clases, aceptando ser sometidos a una condición de “esclavitud académica”  habida cuenta de los irrisorios salarios y la degradación de los beneficios socio-económicos colaterales.

Recientemente, en desempeño de funciones de auscultación, asistí a una sesión ampliada del Consejo Universitario. Percibí a los representantes de los tres gremios allí presentes, estudiantes, profesores y empleados, bastante alineados con el criterio de mantener a la  universidad  abierta. En este tramo del duro trayecto que nos está tocando transitar: es la posición correcta, insisto. Pero, al mismo tiempo, los estudiantes demandaban mayor flexibilización en cuanto a la asistencia, las evaluaciones, etc., bajo la tácita creencia de la continuidad de las actividades de prosecución académica en todas las áreas. Similarmente, también los representantes de los profesores y los empleados demandaban ¡mayor flexibilización! A una persona sentada a corta distancia de mi asiento, se le salió decir: ¡y más mateo!

Es importante reconocer que la preocupación sobre el nivel académico también irrumpió en la sala, lo cual agradecí después de escuchar unas alocadas palabras en las que se proponía calificar con veinte a todos los alumnos en reconocimiento a su “condición guerrera” –definitivamente: las ejecutorias del Régimen nos han contaminado-. Con mucha angustia, una profesora de Educación invocó una solicitud de reflexión a los allí presentes: ¿Hasta qué niveles se podía continuar permitiendo una reducción de la calidad académica en una institución de tanto prestigio como la nuestra? Los dos discursos se hicieron presentes. Yo creo en la necesidad de compaginarlos. ¿Se puede? Es necesario intentarlo.

El Decano de la Facultad de Ciencias de la Salud en un fogoso discurso, señaló lo que en mi opinión debiera ser el principio a partir del cual se pudiera buscar la unificación de un relato compartido por la mayoría de los miembros de la comunidad. La Universidad debe mantener sus puertas abiertas, pero ello no necesariamente debe implicar sólo clases. El Director de Planta Física también aportó lo suyo, dándonos un frío baño sobre la realidad de las condiciones del campus universitario. Insinuó la posibilidad de que se considerara el programar las actividades “factibles” de docencia en uno o dos edificios. Y que se concentraran los escasos recursos de transporte en facilitar el acceso a dichas áreas. La sensatez va ganando espacios. Creo que, progresivamente, también la convicción que a la Universidad hay que mantenerla abierta va siendo internalizada. El problema estriba en el cómo. Este es el espacio donde las diferencias deberían ser zanjadas y en el cual la comisión, que recientemente designara el Consejo Universitario, para evaluar la Emergencia Académica de la Institución, puede enfocar su objetivo.

Para ello, sugiero activar un verdadero proceso deliberativo a nivel de las instancias académicas. A los fines de levantar un pormenorizado inventario de la viabilidad para la docencia en cada una de las áreas. Se dice sencillo, pero sabemos que no lo es. Pueden intervenir en el proceso un amplio abanico de consideraciones: reducción temporal de opciones curriculares tomando en cuenta el número de alumnos que las demandan; priorización de esfuerzos orientados a atender a los alumnos de los últimos semestres o años, etc. La Universidad debe mantenerse abierta, sí, pero al mismo tiempo involucrada en un proceso dinámico de construcción de acuerdos sobre lo que es viable académicamente en un período de tanta emergencia –y que podría prolongarse-. Y sobre lo que no es viable, asumirlo y dar una respuesta con las debidas explicaciones tanto a lo interno como a lo externo. El país y la región deben saber, necesitan saber, en qué condiciones se encuentra su universidad.

Inicié este texto con la hermosa visión de un profesor. Lo concluiré con otra vivencia, de un profesor de la Facultad de Ciencia y Tecnología. Brillante ex alumno mío; universitario a carta cabal; con formación y título de quinto nivel en una prestigiosa universidad europea. Cada cierto tiempo, Pedro Linares, escribe un sencillo tuit para recordarle a las autoridades universitarias el cumple mes de un episodio fatídico para su querida facultad. Los edificios de dos de sus escuelas, Química y Computación, se quedaron sin acometida eléctrica como resultado de un robo masivo de los conductores. Ha transcurrido más de un año desde que ocurrió. También con frecuencia veo tuits donde las estudiantes de esas escuelas descargan su frustración. Los costos para resolver esa situación son inasumibles por la Institución en los actuales momentos. Lo grave es que la respuesta institucional ha sido el silencio: ni solución; ni acompañamiento al padecer de los afectados mediante reclamo público; ni respuesta, por muy mala que esta fuera. Simplemente, Pedro y todos los miembros de esas dos comunidades académicas lucen abandonados en el limbo de la imposibilidad fáctica.  Ahora está FACES, desde el 27 de febrero sin servicio eléctrico por un problema de menor calado: la simple rotura de un puente en una línea, falla inexplicablemente desatendida por CORPOELEC. Hace unos meses escribí, en este mismo blog, sobre la situación de Ingeniería, la cual se resolvió parcialmente mediante pañitos calientes. Hace algunas semanas, tuve la oportunidad de leer el dramático testimonio de una profesora de la escuela Bioanálisis (@TITIRRR). La comisión debe comenzar a producir respuesta a todo este tipo de situaciones. Porque es la carencia de respuestas o siendo más cauto: la sensación que tienen muchos de que no las hay, lo que ha contribuido a acrecentar la virulencia en el enfrentamiento a lo interno entre dos relatos que, siendo realistas,  después de tanta caída por el despeñadero ya no debería continuarse ventilando. Debemos tender a la unificación de un relato compartido, el de la gloriosa y heroica resistencia ilustrada a la perfección en la disposición de Gustavo, pero generando credibilidad sobre el compromiso institucional de cuidar a la Academia.