domingo, 23 de agosto de 2020

LA PENÚLTIMA ESCENA (ejercicio narrativo)







¡Vivir!

@asdromero


Con visible dificultad para caminar, Rosa llega con su marido, Gilberto, a la Maternidad. A pesar de la larga caminata se les ve animosos. Su yerno les ha mandado a avisar que María Isabel se encuentra ya en el lugar, a punto de dar a luz su primer nieto. Ella, a pesar de las ingentes calamidades que le ha tocado vivir, todavía refleja en su rostro difuminados rasgos de la belleza de su juventud. Unas canas en su pelo hablan por su mermada economía que no les permite disimularlas. Su sonrisa, por momentos, es muy diferente a la de su marido, más amplia y sin nada en el fondo que la enturbie. En la de ella se hace notar el mensaje de una aprehensión escondida. Quizás, el temor de la experiencia por la que va a pasar su hija. Gilberto, mucho más gastado por la vida; enflaquecido, con una escasa masa muscular que lucha por mantenerse adherida a su esquelética anatomía, cubierta por una ropa que apesta. Una sensación a la que ella se ha acostumbrado, a pesar de molestarle mucho que él deje de bañarse por varios días con la excusa del agua siempre escasa. Por nada del mundo le diría que apesta. Su regaño lanzaría una sombra sobre esa felicidad de futuro abuelo que todavía tiene la capacidad de impregnar a su alrededor, como si fuese una lámpara de una tenue luz azul tranquilizadora. Nunca ha dejado de sorprenderle la tenacidad de su gilberto para vivir. Cae y se levanta. Y vuelta otra vez: cae y se levanta. Es lo que les ha tocado en la Revolución Bonita.

Preguntando aquí, preguntando allá, llegan hasta la antesala de la habitación donde tienen a la niña en trabajo de parto. Intentan entrar, pero una joven se les interpone. No pueden entrar -dice-.

 -¿Es María Isabel a quien tienen allí? Es nuestra hija.

 -Positivo el nombre. Aun así no pueden entrar a verla. Son las órdenes en las actuales circunstancias.

Rosa se dirigió hacia la sala donde les había ordenado sentarse quien ella pensaba era una enfermera. Aunque no vestía como tal. Jaló del brazo a su marido, que continuaba feliz en las nebulosas, pensando que no terminaba de entender eso de "actuales circunstancias". Se sentaron en la amplia sala donde otras personas estaban esperando.

 -¿Qué se habrá creído esa enfermera? Aunque... ¿Te fijaste Gilberto que la alzada esa no vestía como enfermera con esa bata blanca?

Silla de por medio se encontraba una señora mayor que, al parecer, le puso oídos a lo que ella se preguntaba. No es enfermera, dijo sin pedir permiso para entrometerse en su conversación. Esas son las nuevas médicas que el gobierno gradúa por montones. Gilberto habló por primera vez:

 -¿Médicas o mujeres médicos?

 -Yo hablo como el Comandante nos enseñó, aunque nos haya dejado al inservible platanote.

 -¿Las que reciben clase de los cubanos? -terció Rosa-.

 -¡Las mismitas!

Cualquiera podría haberse dado cuenta, en ese momento, que la tenue sombra de preocupación en el fondo de los ojos de Rosa se había súbitamente agrandado. Un grupo de cuatro hombres entra a la sala. Lo encabeza Juan, el futuro padre, con su pronunciada cojera de la pierna izquierda. Le acompañaban tres trabajadores de la fábrica donde el yerno era el jefe del sindicato chavista. Rosa y su marido eran gente sencilla que poco les importaba lo que la gente solía referir como “política”. Si no trabajamos no comemos: era uno de los predicamentos preferidos de Gilberto. Sin embargo, habían bautizado a la hija con el nombre de la esposa del Comandante cuando ganó sus primeras elecciones. Algún sentimiento de especial afecto les debe haber generado en aquel entonces la pareja presidencial. En cuanto Rosa avistó a Juan, se levantó y comenzó a caminar apresuradamente hacia él. Era un buen hombre. Les había salido bueno como yerno. Cuando les pidió la mano de María Isabel, más duda les había producido el hecho de su discapacidad que su condición de pertenecer a un partido que la gente del barrio había comenzado a odiar con predilecta pasión. ¿Pero qué podían exigirle a la vida si su niña se les había quedado sin habla a los siete años? Una malaria que se había complicado por no haber recibido oportunamente el medicamento requerido. Por eso se habían venido a la ciudad desde aquel pueblo maldito. Nada se había podido hacer para recuperarle el habla.

 ***


No era una ahora sino tres. Cada una más pichona que la otra con sus batas blancas de “médicas” enchufadas. Amenazaron con llamar a la policía si Juan no se calmaba. Acostumbrado a jefear se había puesto un poco violento ante la negativa de ellas de dejarle entrar a ver a su mujer. La misma canción: “órdenes estrictas”; “circunstancias especiales”. Rosa tuvo que calmarle pensando que quizás ella era la culpable por haberle dado tanto casquillo. En cuanto le vio entrar a la sala con sus amigotes casi corrió hacia él; le agarró de un brazo y le jaló hacia la antesala, haciendo más patente su cojera, mientras le explicaba lo que estaba pasando y sus temores sobre lo que le podría ocurrir a su muchacha en manos de “esas inexpertas”. Regresaron a la sala de espera. Juan se dirigió a uno de los que le acompañaban.

-Yo sé lo que está pasando aquí. A los médicos que se sumaron a la protesta organizada por “Médicos Unidos” se los llevaron todos presos por protestar la falta de condiciones para trabajar. Se los llevaron al retén del CICPC que está cerca del Hipódromo. Felipe, vete para allá.

-Ajá, ¿y qué hago cuando llegue allá?

-El que está al mando es Óscar, un carajo que me debe una bien grandota. Búscalo; cuando estés con él me llamas y me lo pones al teléfono. Le voy a pedir que me preste al Dr. Sosa por unas horas, que nosotros nos hacemos responsables de devolvérselo. Acompáñenlo muchachos, para que vea que somos una patrulla y que no se nos va a escapar.

-¿Y tú crees que te va a hacer un favorsote como ese?

-¿Ese? Se muere por los cupos. Ya le saqué uno de los toyotas chinos pa la mujer, y ahora está loco porque le consiga una camioneta.

Los amigos de Juan salieron en carrera a cumplir su encomienda. Mientras éste se fue con su suegra hacia donde estaba Gilberto sentado esperándoles. Allí le explicó a Rosa que el Dr. Sosa era su pana. Un gran médico; uno de los fundadores de esta maternidad; pudo haberse retirado hace tiempo para dedicarse a su ejercicio privado pero no lo hizo porque le gusta ayudar a la gente como nosotros, suegra. No se preocupe, con él estaremos cubiertos ante cualquier mala vaina que pudiera pasar. Con estas palabras trató de calmarla. E iniciaron una tensa espera. Todos en silencio. La angustia les corroía por dentro.

 ***


Transcurrieron dos horas hasta que los compinches del yerno se aparecieron con el Dr. Sosa en la sala. Todo hasta ese momento había funcionado conforme a lo planeado. El Jefe de la Delegación, Oscar, se encontraba en el sitio. La llamada telefónica fue posible y produjo sus frutos. El policía accedió. No corría ningún riesgo. Lo que Juan no sabía es que tenían previsto liberar al Dr. Sosa esa misma tarde, antes que el “pobre viejo”’ se les fuera a morir. Si no se lo devolvían, igual redactaban un acta de liberación ficticia y resuelto el asunto. A cambio, ya se veía en su camionetota, así fuera china. El trabajo de parto de María Isabel al parecer iba lento. Así que todo parecía engranar a la perfección. Los rostros de los tres en la tensa espera cambiaron radicalmente al verlos entrar en la sala. Pocos segundos tuvieron que pasar para darse cuenta que algo andaba mal. El Dr. Sosa prácticamente no podía sostenerse en pie. Los muchachos lo traían sostenido y casi a rastras. No pudo emitir ni siquiera un saludo cuando le pusieron frente a Juan. Este ordenó que le sentaran.

-¿Qué le pasa al Doctor, Felipe?

-Que no ha comido en tres días. Quien me lo entregó me lo dijo. Y también, que pensaban soltarlo hoy mismo porque lo veían muy débil.

-¡Cómo no va a estar débil! ¡Malparidos! ¿Y por qué coño no le compraste algo para comer?

-Andamos todos limpios, jefe. Usted sabe bien cómo está la situación.

Juan sacó dinero de uno de sus bolsillos. Vete a la calle del hambre, le dijo. No te presentes aquí sin algo para darle a comer al pobre doctor. Transcurrió una hora más hasta que el diligente secretario regresara con una bolsa grande de pan. Rosa le había pedido a Gilberto que se sentara al lado del Doctor para tratar de reanimarle, pero este continuaba casi en estado catatónico.

-Los de la calle del hambre estaban cerrando. Tuve que caminar hasta la panadería y compré todo el pan que quedaba.

Gilberto se dispuso a darle de probar el primer pan al Doctor. Reaccionó inmediatamente y comenzó a comer con desesperación. Todos contentos. Todavía no les habían avisado que María Isabel hubiese iniciado la etapa final de su trabajo de parto, así que, de presentarse cualquier problema, contarían con ayuda experta. Pero, el hombre seguía comiendo. Tres hogazas de pan gallego, más o menos grandes, se había devorado, más un litro de jugo de guanábana, y todavía no parecía haberse saciado. Repentinamente, dejó de comer y retornó a su estado anterior de inconsciencia, sólo que ahora se dibujaba en su rostro un casi imperceptible rictus de satisfacción que sólo era interrumpido por un hipo de frecuencia bastante regular. Nunca había visto a una persona hipar estando dormido, comentó Juan mientras la preocupación se hacía presente de nuevo dentro del grupo.

***


La raída cortina que servía de puerta de separación entre la antesala a la sala de parto donde tenían a María Isabel y el espacio más amplio donde estaban ellos, se abrió repentinamente. Uno de las doctorcitas salió y se dirigió hacia el grupo. Cuando vio al Dr. Sosa preguntó de muy mala manera:

-¿Qué hace ese señor aquí? ¡Se lo llevan inmediatamente o llamo a la policía! Él no puede intervenir en nada.

-No se preocupe señorita. Ya nos lo llevamos -le respondió Juan inmediatamente-.

-Usted puede venir con sus padres a la antesala, ya el parto va a comenzar.

Mientras se dirigían hacia la antesala, Juan volteó y le picó el ojo a los amigos, como diciéndoles que no se fueran a llevar al Dr. Sosa. Entraron y a los pocos minutos, el primer llanto del bebé. Una inmensa alegría y sensación de tranquilidad inundó el corazón de los tres. Déjenosla ver, le pidió Rosa a la joven. No está permitido, pero le voy a entreabrir la puerta para que la vea. Así lo hizo y una poderosa mirada se cruzó entre madre e hija, como si fuese un corrientazo de ternura. A María Isabel se le veía agotada pero feliz. Salgan ahora, en cuanto podamos les enseñamos el bebé. Me imagino que ya sabían que esperaban un varoncito, les dijo la doctorcita que parecía haberse humanizado abruptamente, quizás en honor al acontecimiento del eterno renacer de la vida.

Salieron y comenzó la celebración. Sacaron una botella del caballito frenao y unos vasos de plástico. Los miaítos sí los tenían planificados. Los amigos ruidosamente felicitaban a Juan. El Dr Sosa, como a unos veinte metros, continuaba aniquilado. En eso, otra de las doctorcitas sale llorando y pidiendo auxilio. Con sus guantes ensangrentados, corre hacia el Dr. Sosa. ¡Auxilio, auxilio! Es lo único que se le ocurre decir en el transcurso de su corta carrera.

-Auxilio profesor. ¡Una hemorragia! Ayúdenos, la paciente se nos ha venido en sangre y nos sabemos cómo parar la hemorragia.

Pero el Dr. Sosa no tuvo reacción. La joven lo batuqueó con fuerza y nada. ¡Qué va a reaccionar ese después de la hartazón de pan que le metió a esa barriga! Exclamó Felipe. Se atragantó de tanta desesperación, dijo otro de los amigos. Juan se quedó tratando de reanimarlo. Rosa primero y Gilberto, detrás de ella, salieron disparados hacia la sala de parto. Ningún ser humano habría sido capaz de detenerlos. Cuando entraron, vieron unas toallas blancas colocadas sobre el piso como para absorber la sangre, pero era demasiada sangre. El retrato de un estúpido final que quién sabe cuántas veces se repetiría en las maternidades del país. María Isabel estaba pálida como un papel. La joven que estaba sentada frente a sus piernas abiertas osó confesarles llorando:

-Nosotras sólo somos estudiantes. No nos han entrenado para resolver una complicación como esta.

Los rostros de Rosa y Gilberto conformaban un poema de insondable dolor. Otra vez la Vida les golpeaba con todo, con una furia que no alcanzaban a imaginar su lógica. Cada segundo que marcaba el segundero de la Muerte, intensificaba la blancura de la tez de la víctima. La lividez también invadió la expresión de Rosa, como si su sangre, por obra y gracia del Espíritu Santo, hubiese escapado de sus venas para unirse a la de su hija en alguna paila roja habilitada para las víctimas de la lógica de la crueldad que les perseguía. Sólo atinaba a decir:

-Fengxia no te vayas, por favor. Fengxia, no me abandones.

 ***


Desde el mismo momento que había comenzado la secuencia del hospital tuve el pálpito del trágico final. Cómo no: si es lo mismo que estamos viviendo. Esto, que acabo de narrarles, es mi versión libre y tropicalizada de la secuencia que concluye en la penúltima escena –la muerte de Fengxia- de una excelente película china: ¡Vivir! Traten de verla. Lo impresionante de las similitudes entre los dos relatos les sorprenderá. El cuento no es el cuento sino que la historia se repita. Sí, a pesar de la distancia espacial, casi quince mil kilómetros separan a Pekín de Valencia, y de la separación temporal: la película retrata la vida de una pareja, Fugui (Gilberto) y Jiazhen (Rosa), desde los cuarenta del siglo anterior, sus tiempos de prosperidad, hasta las múltiples penurias que les aquejan en los tiempos de la Revolución Cultural de Mao –los sesenta-. La foto del Gran Líder aparece en todos los rincones. El retrato que sirve como recuerdo familiar de la boda de Erxi (Juan) y Fengxia (María Isabel) tiene como telón la pared de una calle en la que está pintado un gran mural con el omnipresente Mao. Es relativamente sencillo para cualquiera ir atando cabos. Tanto tiempo ha transcurrido, tanta distancia y la historia se está repitiendo con toda esa carga de estupidez colectiva y una omnisciente lógica de la crueldad que es como una biblioteca en la que puedes encontrar cualquier justificación a tanta inhumanidad.


La interpretación de Gong Li, una actriz china de la que me enamoré platónicamente en la oscuridad de un cine madrileño viendo “2046”, es desgarradoramente magistral en esa escena final de la secuencia del hospital. Tuve que detener la reproducción y levantarme de la silla. El corazón lo debía tener extremadamente empequeñecido. El “Gran Salto hacia Adelante” no queda retratado en su pretensión épica, sino en los más íntimos detalles del vivir de una pareja de sencillos seres humanos que han quedado atrapados en los caóticos cambios que ocurren en su país. Ellos son como “extras” en un proceso político en el cual no desean tomar parte ni alcanzan a comprender. A través de todas sus luchas, penurias, momentos trágicos y también de alegría e inusual magia, los caracteres continúan sus vidas. Como lo apunta Jiazhen en uno de los diálogos: no importa cuán duras o ásperas sean las circunstancias, la única elección es continuar. Eso es: ¡Vivir! Esa es la Vida. Caes con los nobles golpes que ella te propina y te levantas porque es tu única opción si deseas seguir viviendo.


En la escena final de ¡Vivir!: La pareja come con su yerno y su nieto (Mantou) -ocurre unos años después-. Contrasta con la tragedia de la penúltima escena, ahora disfrutan de momentos de felicidad. Todo es risas y alegría. Son sobrevivientes. Ambos se las han ingeniado para continuar empujando hacia adelante y esperando lo que los momentos de la vida puedan brindarles, porque, a pesar de todo, vivir es eso y es lo que hay.