viernes, 29 de enero de 2016

Sobre el debate en la Asamblea Nacional

Sobre el debate en la AN

El Tiempo ha comenzado a contarse en reversa


Asdrúbal Romero M. (@asdromero)


Me preguntan: ¿Por qué no has vuelto a escribir sobre el país? Cuando aprecio que dispongo de tiempo para explicar mi repuesta al interlocutor de turno, comienzo expresándole que en mi fuero interno no siento que haya nada nuevo sobre qué escribir. Suelen mirarme con cara de cómo puede ser eso, si todos los días se producen noticias profusamente comentadas, sobre todo con ese tira y encoge que se viene escenificando a nivel de la Asamblea Nacional (AN). Lo cierto es que, eventos más, eventos menos, yo siento que lo que viene ocurriendo en el país continúa apegado a las líneas gruesas de un guión que no se ha alterado ni en un ápice.

El país sigue encaminado hacia un desastre humanitario. Pareciera, incluso, que en el exterior están más claros sobre lo que nos viene. La resonante victoria de la oposición el 6D abrió una rendija de oportunidad para que se produjese un cambio de dirección, pero fue el mismísimo gobierno quien se encargó de cerrarla con un rotundo portazo, al dar muestras claras que no estaba dispuesto a rectificar sus políticas para atender lo que ellos mismos reconocen como una situación de emergencia económica.

No hay rectificación, por ende: las nefastas tendencias continúan, implacablemente, dictaminando el rumbo hacia el precipicio. Sobre su origen ya hemos hablado en diversas oportunidades en este espacio de opinión, por lo que no voy a abundar en ello. Sí voy a insistir en que tales tendencias, como consecuencia de su propia dinámica y de que no se ha producido ni una sola medida gubernamental que intente contrarrestar los dañinos desequilibrios que las generaron, continúan retroalimentándose positivamente, tal cual una bola de nieve que viniese rodando por una pendiente cada vez más escarpada, haciéndose más voluminosa e incrementando el esfuerzo que se requeriría para, al menos, desacelerar su marcha. Se requiere detenerla y comenzar a empujarla cerro arriba, lo que nos aporta una lectura sobre lo doloroso y traumático que será para todos los que aquí habitamos: el programa de ajustes que habrá de implementarse para corregir ciento ochenta grados este insensato rumbo hacia un gravísimo estado ruinoso del país en lo económico y en lo social.

Se ha perdido mucho tiempo ya. Y se continúa perdiendo. La explosión, estallido, o como se le quiera llamar, puede ocurrir en cualquier momento. Hay quienes me argumentan que no va a pasar nada, que el pueblo ya se ha acostumbrado a todo lo malo que le ha deparado este régimen. Y yo me enrabieto, realmente es así, cuando no logro hacerles ver que este proceso es como el de una liguita que se continúa estirando. Uno podrá equivocarse en el pronóstico del tiempo que le tomará a la liguita reventarse, pero: ¿puede haber dudas que de continuarse estirando a ésta va, ineluctablemente, a llegar el momento en que se rompa?

En este escenario, que es el que a mí más me conmueve, todo lo demás me resulta, sinceramente, un tanto accesorio. ¿Para qué voy a escribir opinando sobre lo chévere que me pareció el discurso de Henry Ramos Allup después del de Maduro, supuestamente, rindiendo cuentas? ¿O el de Pizarro, Marquina o Montoya? Si lo hago, también tendría que destilar algunas críticas sobre las prioridades que se vienen reflejando en la selección de los temas que conforman la agenda legislativa –ya se comienza a observar acerbas críticas en las redes sociales con respecto a esto-. Ya se sabe lo mal que lo llevamos en este país los “managers de tribuna”, máxime cuando corremos el riesgo de ser calificados de impenitentes nubes negras.

En resumidas cuentas: yo no desestimo, para nada, el inmenso esfuerzo político que se ha hecho para que la AN recupere su espacio de ser la gran palestra política que el país se merece en este tiempo tan oscuro y ante el proceder tan correoso del régimen que controla los demás poderes. Pero, ya a estas alturas se debería haber internalizado que la AN, debata más, debata menos, no va a lograr con sus deliberaciones torcer el infausto rumbo de empobrecimiento que ya hemos caracterizado. Si la mayoría de la AN intentara navegar hacia aguas más profundas, tratando de ser pertinente a las expectativas de ese pueblo que votó, mayoritariamente, por ella para que le comenzaran a resolver sus problemas de sobrevivencia, ya está cantado que el Régimen la va a desconocer por “inconstitucional proceder”.

Los diputados de la Oposición, en consecuencia, deben tomar consciencia que ese espectáculo político en la AN, por sí sólo, tiene un lapso finito de tiempo en el que puede resultar políticamente eficaz. Transcurrido ese lapso, corren el riesgo de ser víctimas de un “Que se vayan todos”, como el que se produjo en Argentina (2001) en una crisis que me atrevo a calificar de menos grave que la que tenemos entre manos -también el movimiento de los indignados en España (2011) recurrió a este slogan-. Deben saber también, aprovecho para manifestarlo, que a una inmensa mayoría nos resulta, angustiosamente, irritante que estén dispuestos a protagonizar un debate electoral abierto sobre las diferentes opciones candidaturales para las elecciones de gobernadores para finales de este año. Señores, en este país el tiempo se ha comenzado a contar en reversa, con relojes de una arena humedecida por las copiosas lágrimas de esta crisis.

¿Qué debe entonces hacer la Oposición? El debate político en la AN debe continuar, pero la estrategia debe ajustarse con la visión de alcanzar una posición de mayor fortaleza política en ese enfrentamiento de poderes que ya es crónica anunciada. Lo otro, lo más importante, lo que es distinto al “por sí solo”, es ponerse a la cabeza del pueblo a los efectos de liderizar, con buen tino político, un gran movimiento de protesta pacífica que no se detenga hasta salir de este gobierno, porque con él, ya está demostrado, no vamos a salir de esta crisis, todo lo contrario: se va a seguir profundizando. Me sumo así, públicamente, a las voces de otros generadores de opinión que han comenzado a decirlo. El debate en la AN no puede convertirse en factor anestesiante de la voluntad de cambio que motivó al pueblo a conferirles una holgada mayoría.





sábado, 23 de enero de 2016

La segunda parte de la serie ¨La Universidad en su Laberinto¨

La Universidad en su laberinto

II-La camisa de fuerza jurídica


Asdrúbal Romero M. (@asdromero)


Después del aleccionador relato político que compartí con ustedes en la primera entrega de esta serie de ensayos cortos, el cual, extraído de mis memorias, condensa en un revelador evento: las claves para entender por qué estos diecisiete años de revolución chavista fueron, totalmente, desperdiciados de cara a la urgente necesidad que se tenía de transformar el sistema universitario nacional, dejé enunciada la siguiente interrogante: ¿Puede una universidad en este país realmente transformarse sin la concertación con el Estado y su cooperación?

Debo reconocer que me atreví a anticiparles un NO como respuesta.  Me corresponde argumentarlo, no sin antes advertir que en la Universidad, como en cualquier organización, siempre existen los espacios para hacerlo mejor. Me protejo de esta manera ante la crítica de quienes creen que la universidad  venezolana, a pesar de las ingentes restricciones a las que fue sometida estos años, pudo haber instrumentado algunos cambios en positivo. Comparto este criterio, aunque mantengo mi reserva en cuanto a si el alcance y los efectos de esos cambios podrían asimilarse a los de una transformación, que diera respuesta a los retos institucionales que están planteados desde hace ya más de dos décadas. Por otra parte, es pertinente aclarar que cuando me refiero a la universidad venezolana,  reduzco mi campo de visión a aquellas instituciones de mayor tradición en el país, entre las cuales incluyo a las cinco universidades autónomas y aquellas experimentales que se han resistido a la invasión bárbara tratando de mantener su esencia universitaria. No es un secreto para nadie, que algunas universidades experimentales han sido destruidas hasta perder esa esencia y las de más reciente creación no califican, en mi opinión, para ser reconocidas como universidades de conformidad a la acepción universal que conlleva esa palabra (siendo generoso se les podría calificar de liceos superiores de pésima calidad académica). Tampoco incluyo en este análisis a las universidades privadas por no depender del erario público, aunque la regulación impuesta por el Estado sobre los incrementos anuales del costo de la matrícula también ha limitado sus dinámicas de transformación. Hechas estas dos obligantes acotaciones, puedo retornar a la tesis principal.

Desde los tiempos de la Cuarta República, las universidades venezolanas han tenido que navegar en un espacio muy restringido. Esta circunstancia les ha impedido liberar todo su potencial, teóricamente, autonómico a los efectos de introducir las transformaciones que fueran necesarias para dar respuesta a las demandas de los nuevos tiempos. Sin pretender ser exhaustivo, a continuación les hablaré de algunos de esos factores de contexto que se confabulan, tal cual una camisa de fuerza, para apresar las dinámicas de transformación que se pudieran proponer al interior de las instituciones.  Esta segunda entrega la invertiré, mayormente, en referirme a la camisa de fuerza jurídica.

Lo han dicho los expertos: la Ley de Universidades de 1970, que todavía nos rige, es una ley excesivamente prescriptiva. Se significa con esto que ella establece con demasiado detalle  cómo debe organizarse la Universidad, en cuanto a su estructura académica; organismos de gobierno; mecanismos de selección de sus autoridades, etc. Prevalece entonces un criterio de uniformidad institucional: todas las universidades deben regirse por el mismo patrón, del cual sólo se les permite una relativa evasión a las universidades experimentales, creadas con posterioridad a la promulgación de la Ley y con inferior cuota de representatividad ante el CNU –comparada con la de las autónomas-. En este escenario legal, la diferenciación institucional mediante la sana competencia de novedosas formas organizativas no es posible. La heterologación institucional, una idea que como ya dijimos en la primera entrega estuvo en boga durante el segundo gobierno del Dr. Caldera –siendo ministro el Dr. Cardenas Colmenter-, perseguía incentivar la competencia entre instituciones mediante incentivos presupuestarios vinculados a indicadores de productividad. El número de investigadores adscritos al Programa de Promoción de la Investigación (PPI) fue el único indicador que se utilizó las pocas veces que se incorporó al criterio heterologador dentro de los mecanismos de asignación presupuestaria –no más de tres si mal no recuerdo, la Revolución acabó con tan “fantasiosas ideas”-. La posibilidad de usar otros indicadores que midieran el incremento de la eficacia organizacional, lo cual podría generar tendencias dentro de las instituciones a buscar esas ganancias mediante la implantación de cambios organizacionales, está prácticamente vedada  por la vigencia de un marco legal que preceptúa una sola forma de organización y que no deja márgenes para la diferenciación.

Una nueva ley debería ser menos prescriptiva en este sentido. Debería sólo establecer lineamientos generales de organización y dar la libertad a las instituciones para que, en ejercicio de su autonomía, pudieran elegir su propia forma de organizarse. Esta sería una forma de liberar el potencial transformador de las universidades. Por supuesto, respetando algunos criterios. A manera de ejemplo, un criterio que yo recomendaría quedara consagrado en esa nueva ley liberadora, sería el de exigir que en cualquier estructura de gobierno universitario se respetara el principio de equilibrio de los poderes, ese mismo del cual hoy se habla tanto en el país. Ese requerimiento no está plasmado en la Ley vigente y, de hecho, no existe equilibrio de poderes en la estructura de gobierno actual de la universidad venezolana. Lo que existe es una excesiva concentración de poder en la máxima autoridad rectoral.

El Rector (o la Rectora) es el representante de la Institución ante el CNU, organismos gubernamentales y cualquier otro tipo de organización. Es el representante jurídico, que es demandado por todos aquellos que consideran que sus derechos han sido vulnerados por alguna instancia universitaria. Es el único cuentadante de la Universidad, es decir: el responsable ante la Nación de rendir las cuentas sobre la administración de los fondos que a ella le ingresan. Esto le convierte a su vez en el ordenador de pagos, ningún bolívar puede egresar de las arcas universitarias sin la autorización del Rector (o de quién haya sido delegado por él para cumplir esa función). Lo cual tiene su lógica: al responsable de explicar cómo los fondos han sido gastados debe, entonces,  reservársele la prerrogativa de autorizar cualquier egreso. Esto convierte al Rector (o a la Rectora) en administrador de cuantiosos recursos presupuestarios, que debiera hacerlo conjuntamente con el Vicerrector Administrativo de turno como lo establece la Ley, pero cuando no hay confianza personal y política ese mandato pasa a ser letra muerta. En añadidura, no sólo administra lo financiero, también los recursos humanos exceptuando al personal académico. Por atribución expresa de la Ley, el Rector es el único autorizado para ingresar personal administrativo y obrero a la Institución, también el único con la potestad de destituirlos o jubilarlos. El Rector es el patrono, aunque ya no lo sea para los efectos de las negociaciones con los gremios de las condiciones salariales y de trabajo. También es el garante de la seguridad, el orden y la disciplina dentro de la Institución –tamaña responsabilidad en estos tiempos-, otra atribución específicamente señalada en la Ley. Paremos de contar: ¿En qué tiempo se supone que ejerza el rol de líder académico que se espera de él? ¿O el de gran promotor de la pertinencia social de la institución que él dirige?

El Rector también preside el máximo organismo de cogobierno universitario: el Consejo Universitario, cuerpo que no puede asimilarse a la figura de la Asamblea Nacional en cuanto a su función contralora del poder ejecutivo. Los consejos universitarios pueden aprobar normas y reglamentos, pero, dada su composición en la que un número apreciable de miembros son dependientes del beneplácito del poder rectoral – el caso de los Decanos, por ejemplo, aunque he visto excepciones-, su capacidad contralora de la administración rectoral está severamente coartada. Existen las contralorías internas, dirán algunos. Estas fueron muy debilitadas a consecuencia de una decisión muy desacertada, a la que me opuse, del CNU en el segundo gobierno del Dr. Caldera, cuando pasaron a depender de los rectores.

Una universidad que, por claridad de visión de sus autoridades y de una élite académica que les acompañara, quisiera transformarse, tendría que dar pasos hacia la reestructuración de su gobierno para desconcentrar el poder rectoral; crear las otras instancias que le sirvieran de contrapeso y rediseñar el rol del Rector para alejarlo de ese perfil administrativista y hasta enclaustrador que hemos descrito, a los fines de reservarle para el ejercicio de un liderazgo institucional más estratégico aunado a la búsqueda de recursos para la Institución, tal cual lo hacen los presidentes de las universidades norteamericanas. En Venezuela esta iniciativa no podría concretarse. La Ley no nos lo permite. Con este ejemplo, aspiro haber clarificado el efecto restrictivo de esa camisa de fuerza legal que impone severas limitaciones a las posibilidades de transformación organizacional. Aunque, históricamente, podría reconocer algunas iniciativas de más constreñido alcance. Como es el caso de la creación de la Defensoría Universitaria que impulsara nuestro vicerrector académico, el prof. Rolando Smith, pero no sé las razones, o quizás sí lo sé, por la cual dicha iniciativa no tuvo mucha acogida entre los decanos de la época. Ahora pienso que yo debí haber impulsado a la figura de la Fiscalía Universitaria –un poco de humor no sobra-.

Otro tema en el cual la Ley restringe la posibilidad de introducir reformas es el de los mecanismos de selección de las autoridades. Me es inevitable recordar los tiempos en los que motorizamos la aprobación de la reforma electoral para incorporar la figura del claustro virtual estudiantil, lo cual hizo posible la participación directa de los estudiantes en las elecciones de autoridades –incluyo bajo este término también a los decanos-. Estábamos conscientes de la existencia de una restricción legal por cuanto la Ley establecía taxativamente la elección en segundo orden para los estudiantes, sin embargo la reforma sobrevivió y la Universidad de Carabobo se convirtió en pionera, entre las autónomas, del novedoso mecanismo de participación estudiantil en la elección de las autoridades. Hubo demandas interpuestas ante la Corte Suprema, sí, pero se estrellaron en contra del nuevo espíritu de la transición que apuntaba a una mayor democratización. Aunque nos favoreciera, no puedo dejar de reconocer que fue la primera vez que una interpretación jurídica un tanto etérea prevaleció por encima del texto explícito de la Ley de Universidades. Como dicen: de aquellos barros estos lodos, ahora somos testigos del desconocimiento del texto legal que nos rige, en aras de una pauta de democratización –la promesa de Navarro- establecida en la Ley Orgánica de Educación, que no ha sido reglamentada y con la que se presentan dificultades para su cabal interpretación. Por esta vía, lograron la paralización de la democracia universitaria y el mayor apresamiento de la Universidad dentro de su opresora camisa de fuerza.

Ahora bien y ya para ir concluyendo, de cara al futuro, en lo atinente a la selección de autoridades yo abogo por una nueva ley, producto de una necesaria concertación entre Estado y Universidad, que deje abierta la posibilidad de que las instituciones puedan resolver internamente, en ejercicio pleno de su autonomía, sobre sus mecanismos de escogencia de sus autoridades. Habrá algunas que se mantendrán dentro del paradigma estrictamente democrático y que, incluso, lo amplíen en la línea de la propuesta Navarro. Les desearé suerte, pero expreso mi convicción de que avanzarán más, aquellas universidades en las que se decida incorporar criterios de meritocracia académica a los procesos de escogencia de sus autoridades. Como lo expresó el sociólogo Daniel Bell –traduzco-: “La calidad de vida en cualquier sociedad es determinada, en considerable medida, por la calidad de sus liderazgos. Una sociedad que no tiene a sus mejores hombres a la cabeza de sus instituciones más importantes se constituye en un absurdo moral y sociológico”. La Universidad se incluye dentro del selecto grupo de instituciones más importantes del país;  su esencia está incontrovertiblemente atada a la idea del mérito académico; por qué dudar entonces que en ella se demande para los puestos de dirección, al igual que para la gerencia de las grandes corporaciones y los más importantes centros de investigación a nivel mundial,  a los líderes académicos más capacitados para asumir el reto.

Estoy consciente que este es un tópico controversial que requiere de mayor elaboración. Es una propuesta que hoy día se ve imposibilitada por las razones ya expresadas, pero si nos atrevemos a soñar en un futuro próximo en el que se tome conciencia, desde el Estado, de la necesidad de darle un marco legal a la Universidad que haga posible la liberación de su potencial de transformación, entonces será una propuesta digna de ser tomada en cuenta. Ideas como esta, como la heterologación institucional, se pueden percibir como demasiado heterodoxas en el ámbito de esta pesadilla que hoy nos embarga, pero están allí, esperándonos en el futuro. En la siguiente entrega me referiré a la camisa de fuerza más visible: la económica- financiera.


sábado, 16 de enero de 2016

Primera parte de la serie: "La Universidad en su Laberinto"

La Universidad en su laberinto

I-En la transición de la cuarta a la quinta


Asdrúbal Romero M. (@asdromero)

En este estado de quiebra generalizada en el que han sumido al país, en el sector universitario, finalmente, parece surgir  un consenso colectivo en cuanto a reconocer el agotamiento del modelo por el que nos hemos regido por más de cinco décadas. Tuvimos que llegar a un tornado híper inflacionario, en lo que respecta a los gastos de funcionamiento e inversión para la Academia, para tomar conciencia colectiva de la muy débil sustentabilidad del modelo de financiamiento mediante el cual se ha decidido la asignación de recursos presupuestarios a las universidades dependientes del erario público. Por esto, el reconocimiento cobra particular énfasis en el tema financiamiento, que incide sobre todo lo demás, pero, en mi opinión, el agotamiento aqueja a todas las áreas del quehacer universitario nacional.

Cabe preguntarnos: ¿Desde cuándo resultaría válido hablar de agotamiento del modelo? Ya en los tiempos de la Cuarta República, se hablaba de la imperiosa necesidad de transformar a la universidad venezolana. Una manifestación de ese deseo fue la tendencia heterologadora que, tal cual la Onda Nueva en otros tiempos de nuestra historia musical, tuvo sus años de moda en el segundo gobierno del Dr. Caldera. Efectivamente, ya para aquel entonces se tenía conciencia a los niveles más altos de la necesidad de ajustar el modelo y someterlo a una evaluación continua mediante una estructura de acreditación institucional con cobertura nacional. Luego entramos a esta revolución, que ha resultado ser como una cava congeladora del progreso en muchas áreas del quehacer nacional, entre ellas, y lo digo sin abrigar la más mínima  duda: la universitaria.

A mí, como Rector de la Universidad de Carabobo en el período 1996-2000, me correspondió dirigir a la Institución en los dos últimos años del segundo gobierno del Dr. Caldera y los dos primeros del Comandante Chávez. Deseo iniciar esta secuencia de artículos titulada “La Universidad en su laberinto” –aspiro a poder trasmitirles a mis lectores, progresivamente, una nítida imagen del laberinto al cual me deseo referir-, compartiendo una experiencia vivida al inicio del segundo de los gobiernos mencionados.

El Ministro de Educación y Presidente del Consejo Nacional de Universidades (CNU), Héctor Navarro -todavía no se había creado el ministerio para la educación universitaria ya que recién había tomado posesión el flamante nuevo gobierno-, nos convoca a su despacho para una reunión a los cinco rectores de las universidades autónomas.  Compartía con Navarro en aquel momento dos cosas: ambos éramos profesores de Ingeniería Eléctrica, él de la UCV, y ambos teníamos una relación muy cordial con Trino Alcides Díaz, Rector de la UCV, por lo que albergué buenas expectativas con respecto a esa reunión.  En ella, Navarro, que siempre fue en esos dos años un cultor de las buenas formas, nos invita a ser partícipes de un gran proceso de transformación de la universidad venezolana impulsado desde el CNU y, prácticamente, nos propone a los cinco el liderazgo compartido con él en ese proceso. Nos reuniríamos previamente a cada reunión del máximo organismo nacional de conducción universitaria, a fin de debatir las propuestas de transformación que serían llevadas al seno del cuerpo. En la reunión, además de Trino y mi persona, participaron los rectores Felipe Pachano, Neuro Villalobos y Viridiana González de la ULA, LUZ y UDO respectivamente. Navarro nos invita a cada uno de nosotros a que expongamos en esa primera reunión de intercambio informal de ideas: cuáles creíamos nosotros eran los cambios más urgentes que debían promoverse en el subsistema de educación universitaria.

No logro recordar lo que expusieron mis compañeros, apenas: que ninguno de ellos quiso comentar un tema traumático que yo había puesto en el tapete en mi intervención. Fui el primero que expuse. Me referí al inmenso capital político que había aglutinado Chávez en el proceso de advenimiento a la Presidencia, al recibir de los electores un claro mandato para cambiar muchas de las cosas que andaban mal en el país. Esto nos brindaba una brillante oportunidad para introducir los urgentes cambios que se ameritaban en el ámbito universitario, algunos de ellos lo suficientemente controversiales para suponer que en circunstancias políticas más adversas resultaría muy difícil implantarlos. Hablé de la necesidad de ponernos de acuerdo en una ley de financiamiento para la Educación Superior, del carácter sistémico de un proceso de transformación y expuse la necesidad de un cambio urgente, al cual no se le debía dar demasiadas largas: la modificación del régimen de jubilaciones para el personal universitario a fin de incrementar el número de años de servicio –el tema traumático por excelencia que nadie, ni siquiera Navarro, se dignó a comentar-. Lo hice argumentando que la jubilación a los veinticinco años de servicio estaba descapitalizando, académicamente, a nuestras instituciones a un ritmo demasiado acelerado y aludiendo, también, a la inmensa carga presupuestaria que dicho régimen representaría en el tiempo, habida cuenta que no se habían tomado las debidas previsiones financieras para hacerlo sostenible. Por supuesto que este es un tema muy complejo en sí mismo para extenderme aquí en mayores justificaciones. Sí deseo reiterar mi sincera convicción en aquel momento de la necesidad de detener tan doloroso y costoso desangramiento.

Después de todas las intervenciones de los rectores, habló Navarro. Nos hizo saber que su principal propuesta transformadora era una mayor democratización: empleados y obreros debían votar en los procesos de elección de las autoridades rectorales y decanales. También expuso su criterio de permitir la reelección a nivel de las autoridades rectorales –los decanos ya se podían reelegir-. Que yo recuerde no hizo mención a ninguna otra propuesta, ni tampoco se extendió mucho en comentar las nuestras. No podía saber en ese momento si más bien hablaba a nombre propio o, si en verdad, la gran promesa de cambio que el Chavismo le tenía reservada a la universidad venezolana era simplemente esa. Salí perplejo de esa reunión. Y decepcionado debo decirlo, por lo escueto del planteamiento que contrastaba con la impostergable y profunda transformación que demandaba nuestro subsistema universitario. Adicionalmente, no simpatizaba para nada con su tesis principal, convencido como ya estaba de que el excesivo electoralismo con sus vicios y triquiñuelas le estaba haciendo daño a la Universidad. Había demasiada política y poca academia en los procesos de selección de autoridades. Por ello, había seguido con sumo interés el último –para aquel tiempo-  proceso de selección de autoridades rectorales que se había aplicado en la universidad experimental Simón Bolívar. Un interesante experimento que había incorporado el principio de meritocracia académica en la selección del equipo rectoral de esa institución. No me extenderé en el procedimiento aplicado por ellos. Quizás algún día, ojalá las circunstancias en el país lo permitan y pueda tener el placer de retrotraer aquella novedosa experiencia a una mesa de discusión nacional  sobre las estrategias de transformación a considerar en el desafío de reflotar a nuestras instituciones universitarias. Si tuviese que hacer una lista de las organizaciones sobre la Tierra en las que se amerita recurrir  a un proceso de selección de quienes la dirigen aplicando principios de meritocracia política, en el primer lugar de esa lista colocaría a la Universidad, en ajustada consideración al carácter intrínsecamente meritocrático de su misión académica.

No se produjeron posteriormente más reuniones de esa naturaleza. Los desencuentros en el CNU comenzaron a producirse demasiado prontamente. Han transcurrido más de diecisiete años desde aquel intercambio cordial muy bien intencionado y, como le ha ocurrido a la Revolución con tantos otros temas, el balance de los logros obtenidos en la implantación de sus propuestas de cambio orientadas hacia el sector universitario ha sido apabullantemente nulo.  ¡El inmenso capital político dilapidado! No sólo se trata de que los empleados y obreros en nuestras casas superiores de estudio todavía no voten para elegir autoridades, sino que han logrado paralizar la democracia en aquellas instituciones autónomas y experimentales donde funcionaba –con sus problemas, pero funcionaba-. En el interín, en todas las que malamente intervinieron o posteriormente crearon, se han consolidado autoritarismos sometidos a una provisionalidad epiléptica regida por los constantes cambios que se producen a nivel de las cúpulas oficialistas en el sector. Se van unos y llegan otros, de Guatemala a Guatepeor, improvisación y anarquía reinantes en un doloroso cuadro de destrucción.

¿Qué sentido tiene traer ahora del pasado una experiencia personal que raya en lo anecdótico? –seguramente se lo preguntarán algunos lectores-. Un amigo mío, a raíz de algunas otras publicaciones vertidas en este blog, siempre ha insistido en incentivarme a que plasmara por escrito este tipo de memorias. Con el tiempo me he convencido de la validez de su insistencia. Quienes como yo, hemos tenido la responsabilidad de dirigir al más alto nivel instituciones universitarias u otros organismos públicos de similar complejidad, debiéramos asumir como un deber el recuperar esas memorias personales como una contribución a recuperar la memoria colectiva de este país. Pedacito a pedacito, debemos reconstruir ese pasado tan cuestionado por unos cara’e tablas que siguen llenándose sus getas con ínfulas transformadoras, a pesar de su más estruendoso fracaso en casi todos las áreas del quehacer nacional. Si antes ya teníamos conciencia de la urgente necesidad de introducir profundos cambios en el ámbito universitario y todavía disponíamos de instituciones que alcanzaban a cumplir su función social a pesar de las debilidades y carencias que estaban patentizándose, qué verbo necesitamos utilizar hoy para describir cómo las sacamos del tremedal en el que se están hundiendo.

Pero además de la catarsis justa y necesaria que me permite este relato anecdótico, lo traigo a colación como prolegómeno de esta secuencia de artículos que me he prometido escribir para plantear una interrogante que sirva de abreboca a los siguientes artículos: ¿Puede una universidad en este país realmente transformarse sin la concertación con el Estado y su cooperación? La respuesta a esta pregunta es dependiente de las coordenadas de espacio y tiempo en el que nos propongamos responderla. Repregunto de una manera más explícita y acorde con la dependencia espacio-temporal que he asomado: ¿Podía la Universidad de Carabobo auténticamente transformarse para adaptarse a los retos que se le planteaban en los tiempos de agonía de la Cuarta República? Mi tesis es que ya no podía –enfatizo que estoy refiriéndome a real transformación y no a mejoras-. Los argumentos los desarrollaré en la continuación de esta secuencia. Pero insisto en repreguntar: ¿Lo podría hacer en estos tiempos? Ya hemos visto como a lo largo de la Quinta, la falta de claridad sobre la universidad que requería el país, de parte de unos actores políticos en ejercicio de la representación del Estado, se convirtió en imponente factor de bloqueo a cualquier intento de transformación universitaria realmente pertinente.

Chávez, en sus inicios, puso al frente del manejo de la educación superior a los amigos universitarios que le visitaban todos los domingos en su cárcel. Ellos visualizaron en la democratización la gran fuerza impulsora de los cambios que se necesitaba en las universidades. No podían ver más allá de sus narices. ¡Menuda insensatez! Vívidamente retratada en la anécdota de aquella esclarecedora reunión de lo que iba a ser nuestro futuro universitario.  Ni siquiera Chávez les compró su tesis. Se dedicó a repotenciar a la UNEFA a la que él, con sus carencias intelectuales y como estadista, se imaginaba como la gran universidad militar que necesitaba el país, eje central del subsistema universitario paralelo que montó.  Mientras tanto, las otras, las de verdad, las que sí podían servirle al país se las dejó a las riendas de quienes a cuenta de su tibio sueño igualitarista las colocaron en el congelador a morir de mengua. Una dura lección sobre el rol decisivo que  pueden ejercer quienes detentan el poder del Estado de cara a la posibilidad real de la transformación del sistema universitario de un país.