La Universidad en su laberinto
II-La camisa de fuerza jurídica
Asdrúbal Romero M. (@asdromero)
Después del aleccionador relato político que compartí con ustedes en la primera entrega de esta serie de ensayos cortos, el cual, extraído de mis memorias, condensa en un revelador evento: las claves para entender por qué estos diecisiete años de revolución chavista fueron, totalmente, desperdiciados de cara a la urgente necesidad que se tenía de transformar el sistema universitario nacional, dejé enunciada la siguiente interrogante: ¿Puede una universidad en este país realmente transformarse sin la concertación con el Estado y su cooperación?
Debo reconocer que me atreví a anticiparles
un NO como respuesta. Me corresponde
argumentarlo, no sin antes advertir que en la Universidad, como en cualquier
organización, siempre existen los espacios para hacerlo mejor. Me protejo de
esta manera ante la crítica de quienes creen que la universidad venezolana, a pesar de las ingentes
restricciones a las que fue sometida estos años, pudo haber instrumentado
algunos cambios en positivo. Comparto este criterio, aunque mantengo mi reserva
en cuanto a si el alcance y los efectos de esos cambios podrían asimilarse a
los de una transformación, que diera respuesta a los retos institucionales que
están planteados desde hace ya más de dos décadas. Por otra parte, es
pertinente aclarar que cuando me refiero a la universidad venezolana, reduzco mi campo de visión a aquellas
instituciones de mayor tradición en el país, entre las cuales incluyo a las
cinco universidades autónomas y aquellas experimentales que se han resistido a
la invasión bárbara tratando de mantener su esencia universitaria. No es un
secreto para nadie, que algunas universidades experimentales han sido
destruidas hasta perder esa esencia y las de más reciente creación no
califican, en mi opinión, para ser reconocidas como universidades de
conformidad a la acepción universal que conlleva esa palabra (siendo generoso
se les podría calificar de liceos superiores de pésima calidad académica).
Tampoco incluyo en este análisis a las universidades privadas por no depender
del erario público, aunque la regulación impuesta por el Estado sobre los
incrementos anuales del costo de la matrícula también ha limitado sus dinámicas
de transformación. Hechas estas dos obligantes acotaciones, puedo retornar a la
tesis principal.
Desde los tiempos de la Cuarta República,
las universidades venezolanas han tenido que navegar en un espacio muy
restringido. Esta circunstancia les ha impedido liberar todo su potencial,
teóricamente, autonómico a los efectos de introducir las transformaciones que
fueran necesarias para dar respuesta a las demandas de los nuevos tiempos. Sin
pretender ser exhaustivo, a continuación les hablaré de algunos de esos factores
de contexto que se confabulan, tal cual una camisa de fuerza, para apresar las
dinámicas de transformación que se pudieran proponer al interior de las
instituciones. Esta segunda entrega la
invertiré, mayormente, en referirme a la camisa de fuerza jurídica.
Lo han dicho los expertos: la Ley de
Universidades de 1970, que todavía nos rige, es una ley excesivamente
prescriptiva. Se significa con esto que ella establece con demasiado detalle cómo debe organizarse la Universidad, en
cuanto a su estructura académica; organismos de gobierno; mecanismos de
selección de sus autoridades, etc. Prevalece entonces un criterio de uniformidad
institucional: todas las universidades deben regirse por el mismo patrón, del
cual sólo se les permite una relativa evasión a las universidades
experimentales, creadas con posterioridad a la promulgación de la Ley y con
inferior cuota de representatividad ante el CNU –comparada con la de las
autónomas-. En este escenario legal, la diferenciación institucional mediante
la sana competencia de novedosas formas organizativas no es posible. La
heterologación institucional, una idea que como ya dijimos en la primera
entrega estuvo en boga durante el segundo gobierno del Dr. Caldera –siendo
ministro el Dr. Cardenas Colmenter-, perseguía incentivar la competencia entre
instituciones mediante incentivos presupuestarios vinculados a indicadores de
productividad. El número de investigadores adscritos al Programa de Promoción
de la Investigación (PPI) fue el único indicador que se utilizó las pocas veces
que se incorporó al criterio heterologador dentro de los mecanismos de
asignación presupuestaria –no más de tres si mal no recuerdo, la Revolución
acabó con tan “fantasiosas ideas”-. La posibilidad de usar otros indicadores
que midieran el incremento de la eficacia organizacional, lo cual podría
generar tendencias dentro de las instituciones a buscar esas ganancias mediante
la implantación de cambios organizacionales, está prácticamente vedada por la vigencia de un marco legal que preceptúa
una sola forma de organización y que no deja márgenes para la diferenciación.
Una nueva ley debería ser menos
prescriptiva en este sentido. Debería sólo establecer lineamientos generales de
organización y dar la libertad a las instituciones para que, en ejercicio de su
autonomía, pudieran elegir su propia forma de organizarse. Esta sería una forma
de liberar el potencial transformador de las universidades. Por supuesto,
respetando algunos criterios. A manera de ejemplo, un criterio que yo
recomendaría quedara consagrado en esa nueva ley liberadora, sería el de exigir
que en cualquier estructura de gobierno universitario se respetara el principio
de equilibrio de los poderes, ese mismo del cual hoy se habla tanto en el país.
Ese requerimiento no está plasmado en la Ley vigente y, de hecho, no existe
equilibrio de poderes en la estructura de gobierno actual de la universidad
venezolana. Lo que existe es una excesiva concentración de poder en la máxima
autoridad rectoral.
El Rector (o la Rectora) es el representante
de la Institución ante el CNU, organismos gubernamentales y cualquier otro tipo
de organización. Es el representante jurídico, que es demandado por todos
aquellos que consideran que sus derechos han sido vulnerados por alguna
instancia universitaria. Es el único cuentadante de la Universidad, es decir:
el responsable ante la Nación de rendir las cuentas sobre la administración de
los fondos que a ella le ingresan. Esto le convierte a su vez en el ordenador
de pagos, ningún bolívar puede egresar de las arcas universitarias sin la
autorización del Rector (o de quién haya sido delegado por él para cumplir esa
función). Lo cual tiene su lógica: al responsable de explicar cómo los fondos
han sido gastados debe, entonces, reservársele la prerrogativa de autorizar
cualquier egreso. Esto convierte al Rector (o a la Rectora) en administrador de
cuantiosos recursos presupuestarios, que debiera hacerlo conjuntamente con el
Vicerrector Administrativo de turno como lo establece la Ley, pero cuando no
hay confianza personal y política ese mandato pasa a ser letra muerta. En
añadidura, no sólo administra lo financiero, también los recursos humanos
exceptuando al personal académico. Por atribución expresa de la Ley, el Rector
es el único autorizado para ingresar personal administrativo y obrero a la
Institución, también el único con la potestad de destituirlos o jubilarlos. El
Rector es el patrono, aunque ya no lo sea para los efectos de las negociaciones
con los gremios de las condiciones salariales y de trabajo. También es el
garante de la seguridad, el orden y la disciplina dentro de la Institución
–tamaña responsabilidad en estos tiempos-, otra atribución específicamente
señalada en la Ley. Paremos de contar: ¿En qué tiempo se supone que ejerza el
rol de líder académico que se espera de él? ¿O el de gran promotor de la
pertinencia social de la institución que él dirige?
El Rector también preside el máximo
organismo de cogobierno universitario: el Consejo Universitario, cuerpo que no
puede asimilarse a la figura de la Asamblea Nacional en cuanto a su función
contralora del poder ejecutivo. Los consejos universitarios pueden aprobar
normas y reglamentos, pero, dada su composición en la que un número apreciable
de miembros son dependientes del beneplácito del poder rectoral – el caso de
los Decanos, por ejemplo, aunque he visto excepciones-, su capacidad contralora
de la administración rectoral está severamente coartada. Existen las
contralorías internas, dirán algunos. Estas fueron muy debilitadas a
consecuencia de una decisión muy desacertada, a la que me opuse, del CNU en el
segundo gobierno del Dr. Caldera, cuando pasaron a depender de los rectores.
Una universidad que, por claridad de visión
de sus autoridades y de una élite académica que les acompañara, quisiera
transformarse, tendría que dar pasos hacia la reestructuración de su gobierno
para desconcentrar el poder rectoral; crear las otras instancias que le
sirvieran de contrapeso y rediseñar el rol del Rector para alejarlo de ese
perfil administrativista y hasta enclaustrador que hemos descrito, a los fines
de reservarle para el ejercicio de un liderazgo institucional más estratégico
aunado a la búsqueda de recursos para la Institución, tal cual lo hacen los
presidentes de las universidades norteamericanas. En Venezuela esta iniciativa
no podría concretarse. La Ley no nos lo permite. Con este ejemplo, aspiro haber
clarificado el efecto restrictivo de esa camisa de fuerza legal que impone
severas limitaciones a las posibilidades de transformación organizacional. Aunque,
históricamente, podría reconocer algunas iniciativas de más constreñido
alcance. Como es el caso de la creación de la Defensoría Universitaria que
impulsara nuestro vicerrector académico, el prof. Rolando Smith, pero no sé las
razones, o quizás sí lo sé, por la cual dicha iniciativa no tuvo mucha acogida
entre los decanos de la época. Ahora pienso que yo debí haber impulsado a la
figura de la Fiscalía Universitaria –un poco de humor no sobra-.
Otro tema en el cual la Ley restringe la
posibilidad de introducir reformas es el de los mecanismos de selección de las
autoridades. Me es inevitable recordar los tiempos en los que motorizamos la
aprobación de la reforma electoral para incorporar la figura del claustro
virtual estudiantil, lo cual hizo posible la participación directa de los
estudiantes en las elecciones de autoridades –incluyo bajo este término también
a los decanos-. Estábamos conscientes de la existencia de una restricción legal
por cuanto la Ley establecía taxativamente la elección en segundo orden para
los estudiantes, sin embargo la reforma sobrevivió y la Universidad de Carabobo
se convirtió en pionera, entre las autónomas, del novedoso mecanismo de
participación estudiantil en la elección de las autoridades. Hubo demandas
interpuestas ante la Corte Suprema, sí, pero se estrellaron en contra del nuevo
espíritu de la transición que apuntaba a una mayor democratización. Aunque nos
favoreciera, no puedo dejar de reconocer que fue la primera vez que una
interpretación jurídica un tanto etérea prevaleció por encima del texto
explícito de la Ley de Universidades. Como dicen: de aquellos barros estos
lodos, ahora somos testigos del desconocimiento del texto legal que nos rige,
en aras de una pauta de democratización –la promesa de Navarro- establecida en
la Ley Orgánica de Educación, que no ha sido reglamentada y con la que se
presentan dificultades para su cabal interpretación. Por esta vía, lograron la
paralización de la democracia universitaria y el mayor apresamiento de la
Universidad dentro de su opresora camisa de fuerza.
Ahora bien y ya para ir concluyendo, de
cara al futuro, en lo atinente a la selección de autoridades yo abogo por una
nueva ley, producto de una necesaria concertación entre Estado y Universidad,
que deje abierta la posibilidad de que las instituciones puedan resolver
internamente, en ejercicio pleno de su autonomía, sobre sus mecanismos de
escogencia de sus autoridades. Habrá algunas que se mantendrán dentro del
paradigma estrictamente democrático y que, incluso, lo amplíen en la línea de
la propuesta Navarro. Les desearé suerte, pero expreso mi convicción de que
avanzarán más, aquellas universidades en las que se decida incorporar criterios
de meritocracia académica a los procesos de escogencia de sus autoridades. Como
lo expresó el sociólogo Daniel Bell –traduzco-: “La calidad de vida en
cualquier sociedad es determinada, en considerable medida, por la calidad de
sus liderazgos. Una sociedad que no tiene a sus mejores hombres a la cabeza de
sus instituciones más importantes se constituye en un absurdo moral y
sociológico”. La Universidad se incluye dentro del selecto grupo de
instituciones más importantes del país;
su esencia está incontrovertiblemente atada a la idea del mérito
académico; por qué dudar entonces que en ella se demande para los puestos de
dirección, al igual que para la gerencia de las grandes corporaciones y los más
importantes centros de investigación a nivel mundial, a los líderes académicos más capacitados para
asumir el reto.
Estoy consciente que este es un tópico
controversial que requiere de mayor elaboración. Es una propuesta que hoy día
se ve imposibilitada por las razones ya expresadas, pero si nos atrevemos a
soñar en un futuro próximo en el que se tome conciencia, desde el Estado, de la
necesidad de darle un marco legal a la Universidad que haga posible la
liberación de su potencial de transformación, entonces será una propuesta digna
de ser tomada en cuenta. Ideas como esta, como la heterologación institucional,
se pueden percibir como demasiado heterodoxas en el ámbito de esta pesadilla
que hoy nos embarga, pero están allí, esperándonos en el futuro. En la
siguiente entrega me referiré a la camisa de fuerza más visible: la económica-
financiera.
La Universidad venezolana no puede continuar atada a un marco regulatorio que impide su desarrollo y modernizacion.Hay que promover un debate nacional sobre los cambios que requieren las maximas casas de estudio tanto publicas como privadas.
ResponderEliminarLa Universidad venezolana no puede continuar atada a un marco regulatorio que impide su desarrollo y modernizacion.Hay que promover un debate nacional sobre los cambios que requieren las maximas casas de estudio tanto publicas como privadas.
ResponderEliminarHace algunos años (2 o 3), el CU de LUZ nombró una comisión que elaborara una propuesta de Ley de Educación Universitaria. La misión encomendada fue cumplida pero desafortunadamente, la ineficiencia y los intereses grupales de la burocracia universitaria, engavetaron el anteproyecto. Sin que signifique que lo allí propuesto no sea discutible y, por supuesto, mejorable, pienso que es una propuesta que puede ser un antecedente interesante para la discusión que es imperativa acerca del basamento legal que haga posible la transformación de la universidad venezolana, tantas veces postergada.
ResponderEliminar¡Muy buen artículo!
La realidad de la selección de las autoridades universitarias obedece a influencias políticas y sociales muy marcadas y difíciles de erradicar, aunque la Ley se amplíe respecto a las responsabilidades hay que establecer un sistema de concurso académico donde los jueces calificadores sean objetivos, los concursantes cumplan la trayectoria necesaria y sean reconocidos mayoritariamente por los estudiantes quienes al final son los que reciben el verdadero feedback en su formación académica. ¡ Excelente artículo !
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