Asdrúbal Romero Mujica (asdromero@gmail.com)
Hasta que se lo pierde. ¿Cuántas veces no habremos
escuchado en nuestras vidas tan sencillo pero profundo mensaje? Estoy seguro de
haberlo escuchado de labios de mi madre unas cuantas, desde los tiempos en los
que mi memoria se pierde. El viernes 25 de julio, en un sencillo acto celebrado
en el salón de sesiones del Consejo Universitario de la Universidad de
Carabobo, con motivo de la conmemoración de los veinticinco años de haberle
otorgado nuestra alma máter el doctorado Honoris Causa a Nelson Mandela, fui
impactado por la apelación a tan sabio refrán que hiciera la Excelentísima
Embajadora de la República de Suráfrica en nuestro país. No creo haber sido el
único. Me atrevería a decir que en ese auditorio encantado por la inesperada
brillantez de un discurso hilvanado con sencillas palabras, la resonancia de un
mancomunado silencio de entendimiento colectivo marcó la profundidad con la
que, todos los que allí nos encontrábamos, acogíamos como sabia advertencia la
amarga lección de vida macerada por años de un ser humano que, por momentos,
nos pareció venido de otra dimensión.
Dijo que no nos iba a hablar sobre la vida de Mandela.
¿Quién no conoce los aspectos más resaltantes de su legendaria vida? Nos habló
sobre el Apartheid. Sin necesidad de dramatizar lo que ella pudo haberlo
sufrido, sus sencillos ejemplos bastaban para trasmitirnos lo que significó
para los habitantes de su país el terrible estigma de vivir en un estado de
discriminación institucionalizada. Si una ambulancia que sólo podía atender a
blancos, llegaba a prestar auxilio en un accidente de tránsito en el cual
también había víctimas de color, sin importar si éstas estuviesen en condición
de gravedad mucho mayor que el de las víctimas blancas, incluso a punto de
morir, el vehículo sólo podía retirar a los blancos heridos.
Nos narró sobre cómo Suráfrica, había estado en un par
de ocasiones a punto de entrar en guerra civil. Fue entonces cuando se refirió
al discurso de Nelson Acosta, Secretario Ejecutivo de la comisión organizadora
de los actos conmemorativos y quien le había antecedido en el derecho de
palabra. Nelson había hecho referencia a la peligrosa circunstancia de
desencuentro entre dos mitades de un país, el nuestro, sin que se visualizara,
a corto plazo, la posibilidad de construir un escenario de encuentro a partir
del cual se pudiera plantear el relanzamiento de una nueva Venezuela. La
Reconciliación, tal cual como la que el liderazgo de Mandela había cimentado en
Suráfrica, constituía el tema impostergable en la agenda política venezolana.
La experiencia vivencial de cada cual determina la
mayor o menor sensibilidad con la que percibimos los rasgos sociales de un país
al que visitamos. Con apenas siete meses entre nosotros, la Embajadora hizo
hincapié en su agrado por la naturaleza amable y muy sociable del venezolano. Pude deducir que nos
consideraba un pueblo naturalmente inclinado a confraternizar y contrario a la
desunión e intolerancia. Tienen algo muy bello ustedes, que no se pueden permitir
perderlo. Tienen un país muy bello ustedes y deben luchar para que se mantenga
unido. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Así, de sopetón, en muy
correcto español, nos sorprendió con un decir muy nuestro, alguien venido de
una dimensión donde el simple hecho de nacer era la rifa de tu destino, incluyendo
el número malo que te podía granjear gratuitas calamidades por el resto de tu
vida. Como si fueran las paredes de mi casa materna las que me hablaran, la
frase resonó ofreciéndome una perspectiva desde la cual nunca se me había
ocurrido analizar nuestra situación presente como país.
Desde ese día, estas nueve palabras rondan por mi cabeza. Lo hacen en un momento
muy oportuno, porque les confieso mi sentir desesperanzado sobre el futuro de
esta bella tierra. Será cansancio, desmotivación, la sensación de que he
perdido el rumbo, la impotencia de no poder ayudar por no hallar cómo
articularme a un esfuerzo colectivo con el que me sienta identificado y le
vislumbre alguna posibilidad de impacto positivo, no sé qué, pero lo cierto es
un inhóspito vacío que comienza a llenar mis días. Aunado a ello, una rabia
sorda que produce respuestas reflejas de intolerancia. Como universitario que
he sido toda mi vida, me entrené para la confrontación de ideas, para el
respeto a la diversidad de ellas, para relacionarme con gente de todas las
tendencias y comprender sus posiciones intentando verlas desde su perspectiva,
en fin: para el diálogo sincrético. Vi a muchos universitarios de los que
todavía hoy comulgan con el Oficialismo, criticar a la corrupción, abanderarse
con un gremialismo a ultranza, protestar por las violaciones de los derechos
humanos, y me toca verlos hoy defender este presente en el cual todos los males
del pasado han sido aberrantemente superados. Por varios de estos más recientes
años, he intentado darle una explicación a su ceguera, pero ya no la soporto
más. Ya no los tolero. ¿Será acaso un ánimo guerrerista y vengativo en contra
de todos estos cómplices de la destrucción del futuro de mis hijos y de mis
nietos y del mismo mío que todavía tengo derecho a uno aunque sea por pocos
años? Quizás. Y no soy el único. He escuchado a gente decir cosas como ésta:
ojalá se instale aquí un Pinochet y les persiga como ratas. Definitivamente,
debajo de la aparente calma, algo muy malo se está incubando. Por eso es que
saludo a las palabras de la Embajadora, se destilaron en mi conciencia como una
plegaria de la Venezuela afable que conocimos, cayeron en el momento justo para
exorcizar los malos espíritus. Ojalá estemos a tiempo y no lleguemos a perder
lo que sí sabíamos que teníamos.
Bravo, Asdrúbal, ¡Qué buen artículo!
ResponderEliminarAsdrúbal, hermano, tarde es para añadir un comentario, pero pareciera que los únicos que no saben lo que tienen son los venezolanos de a pie. Otros lo sabemos, pero como quiera que el Legado de Chávez nos divide en dos no hay posibilidades de recuperar la sindérisis
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