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Portada del libro: The Consciouness Instinct (2018) |
Cerebro y Mente
Nadie dijo que la búsqueda iba a ser
sencilla, pero la meta -comprender cómo la naturaleza realiza el truco de
convertir las neuronas en mentes- es perfectamente alcanzable. Así que ¡allá
vamos!
Michael S Gazzaniga
en “El Instinto de la Conciencia”
El reputadísimo neurocientífico
asume en su libro más reciente, “The Consciousness Instinct” (2018) -ya
traducido al español-, el desafío de intentar dar una explicación neuronal a la
conciencia. Al leer las palabras contenidas en el epígrafe –en mi apreciado
rincón de la Central de Callao-, no pude evitar recordar la polémica que se
había suscitado en el marco de la conferencia que recientemente dicté, “El
Cerebro: Una máquina electroquímica perfecta”, con motivo de la conmemoración
del quincuagésimo sexto aniversario de la fundación de mi escuela de Ingeniería
Eléctrica en la Universidad de Carabobo.
Las características
del auditorio, mayormente integrado por profesores y estudiantes de ingeniería
eléctrica, me representaban un factor diferenciador y, al mismo tiempo, motivante
sobre cómo enfocar la explicación del funcionamiento del cerebro. Podía entrar
con mayor profundidad al análisis de las señales eléctricas continuamente
parloteando al interior de nuestro cráneo. Era lo que deseaba desde hacía
tiempo compartir con colegas o candidatos a serlo, habida cuenta que el cerebro
no es más que una red muy similar a los objetos de estudio en nuestra profesión.
Una red, sí, pero
muy vasta y complejísima al estar conformada, en promedio, por unas cien mil
millones de células neuronales. Cada una funciona como un dispositivo de
entrada- salida (E/S), donde su salida es una señal eléctrica que se produce
como consecuencia de la información que está recibiendo de otras neuronas conectadas
a ella a través de las sinapsis. Lo que acrecienta significativamente su
complejidad hasta hacerla inmanejable por cualquier plataforma computacional
que conozcamos hoy día –y construible en varias décadas-, es el hecho que, típicamente, cada neurona
puede tener entre mil a diez mil conexiones sinápticas. Una cantidad muy
difícil de imaginar, como lo es también el hecho que tengamos dentro de los mil
cien centímetros cúbicos de masa cerebral , aproximadamente, unos ochenta y
cinco mil kilómetros de cables de conexión –dendritas y axones- entre las
neuronas.
Pues bien, allí
estaba yo, dándome una gozada –como dirían los españoles- con mi explicación
sobre las señales eléctricas y químicas, cuando en un interludio derivado a
causa de una falla en el suministro eléctrico, se inicia un diálogo a oscuras
con los asistentes. Intentando que el
interés en la charla no decayera a causa del común incidente, mientras los
organizadores encendían la planta de respaldo decidí abrir un compás de
preguntas o intervenciones de los asistentes. Fue entonces cuando un profesor,
y amigo, intervino para diferenciar el cerebro de la mente. Después de sus
palabras, recuerdo haberlo mirado con cara de qué me dices y afirmarle que eso
que conocíamos como mente, o como conciencia, era uno de los subproductos de la
funcionalidad de la red neuronal que estaba explicando.
En aquel momento no
lo sabía, pero, pretenciosamente, le respondí al amigo como si fuese un
neurofilósofo naturalista. En realidad no lo soy. No tengo el rodaje de
lecturas ni conocimientos para serlo. No estoy seguro de que pudiera, con
propiedad, aportar esa afirmación a mi audiencia en ese momento. Ni siquiera sé
si alguien pudiese hacerlo. Quizás Gazzaniga pueda. Al menos, eso es lo que
ofrece en la introducción del libro que hemos referido. Lo que sí es cierto es
que, derivado de los sorprendentes avances en los estudios sobre el cerebro o
neurociencia –en mi opinión: por mucho el más apasionante campo de
investigación científica en la actualidad-, han surgido nuevas áreas de
conocimiento que se vinculan y agrupan alrededor del prefijo “neuro”. Así
tenemos: neuromarketing; neuroeconomía; neuropolítica, que es uno de mis
objetos de estudio; etc. No debe sorprendernos entonces que existan también los
pensadores y estudiosos de la neurofilosofía.
En los últimos
años, un creciente grupo de neurocientíficos ha venido ingresando a predios que
tradicionalmente estaban reservados para los filósofos. Sus reflexiones han
generado cambios en la visión que se tiene sobre la realidad del ser humano. Catedráticos
de filosofía como Juan Arana, de la Universidad de Sevilla, ante la avalancha
intentan definir una frontera de delimitación entre los dos campos, aunque muy
sutil como él mismo lo reconoce. Citándolo: “Un neurocientífico es el que
estudia e intenta desvelar lo que, hoy por hoy, cabe averiguar con los
procedimientos reconocidos por la comunidad científica sobre el sistema
nervioso”. ¿Y un neurofilósofo qué es? “Es aquel que hace una propuesta –racional
si se quiere y signifique lo que signifique el calificativo “racional”- acerca
de lo que el sistema nervioso es, anticipando todo lo que podremos llegar a
saber de él en el futuro”.
Esta posibilidad de
poder anticipar es la clave diferenciadora. Es la que hace a Descartes el más
importante neurofilósofo de la antigüedad. No siendo capaz de anticipar en
1631, lo que ha averiguado la neuroanatomía y neurofisiología de Don Santiago
Ramón y Cajal para acá, Descartes rechaza la idea en aquel tiempo que las
acciones y decisiones voluntarias constituyan un reflejo o mecanismo físico que
pudiese ser descrito científicamente. Mientras
el cuerpo es gobernado por leyes físicas, la acción humana es causada o
movilizada por un agente autónomo que está a cargo: el alma racional. La cual
no está hecha de materia. Es decir: no es física; no es mecánica; ni está
constreñida a cumplir alguna ley natural. Esta alma es la responsable del
pensamiento abstracto, del libre albedrío, de la moralidad y la conciencia.
Este es el dualismo mente/cuerpo dentro del cual se inscribía la intervención
del profesor en aquel interludio propiciado por una falla eléctrica al que
aludí con anterioridad.
Y a la cual, reitero, respondí con la posición
monista –antepuesta a la dualista- que prevalece muy mayoritariamente en los neurofilósofos
de la actualidad, a los cuales se les cataloga como neurofilósofos
naturalistas. Su tesis se puede resumir a lo siguiente: para entender cualquier
asunto relacionado con el sistema nervioso humano, no es ni será nunca
necesario recurrir a otra utilería conceptual o explicativa que no sea la
suministrada por las ciencias de la naturaleza corrientemente aceptadas. Para
los neurofilósofos inscritos en esta escuela naturalista, se trata de refutar
cualquier doctrina pluralista; muy en particular el dualismo cartesiano. “Descartes
es el principal villano a desacreditar” nos dice Arana -en "¿Existe algo así como una
explicación neuronal de la conciencia?" (2009)-.
¿Cuál es la
verdadera respuesta a tan inquietante pregunta sobre dónde están radicadas las funciones
de la mente? ¿Son realizadas por la
complejísima red neuronal o conectoma que cada ser humano tiene allí alojado en
el interior de su cráneo?
Damasio, uno de los
neurofilósofos modernos más difundidos y ecuánimes alrededor de la interrogante
planteada, dice al final de su libro best seller, “El Error de Descartes”
(2009): “Naturalmente, me gustaría poder decir que sabemos con seguridad la
manera por la que el cerebro se mete en el asunto de producir la mente, pero no
puedo; y, siento decirlo, nadie puede”. Por ahora, esta es mi respuesta. La que
debí responder a mi amigo. Pero, ¿quién sabe si la mantenga dentro de poco?
Ahora leo, con mucha expectativa, el libro de Gazzaniga. ¿Me convencerá?
Asdrúbal Romero M
@asdromero