Un estrofa de nuestro himno ucista |
Dos discursos en la Universidad
@asdromero
Al cese de una reunión del Grupo de Pensamiento
Universitario, me confiesa Gustavo Guevara: ya me encuentro mentalmente
preparado para llevarme mis muchachos a mi casa y darles clases en ella. Sus
muchachos son sus alumnos de Economía. Gustavo –seguro estoy que no se
molestará por referencia tan personal- es uno de esos profesores “mayorcitos”
que, teniendo la posibilidad de jubilarse, se mantiene empecinadamente en las
trincheras de la docencia universitaria, cada vez más inhóspitas. Pensé, al
escuchar sus palabras, que esa imaginaria circunstancia presentida en su
inmediato futuro, estaría iluminada con inusitada brillantez por esa luz
combatiente de sombras y tinieblas que a todos los universitarios, como misión
de vida, nos ha sido encomendada no dejarla morir.
Esta visión que me fuera transmitida por tan
preciado amigo, expresa de manera muy emblemática el discurso sobre la
imperiosa necesidad de mantener a la Universidad con sus puertas abiertas. Es
el discurso alineado con la necesidad de resistir. Pero no es el único que se
escucha dentro del ambiente universitario. En realidad, nuestra Alma Mater se
debate entre dos discursos –me imagino que igual ocurre en otras casas de
estudio-. Al auscultar la opinión universitaria y sus manifestaciones en las
redes sociales, también se percibe el discurso cuestionador de los decretos de
continuación de actividades académicas, aludiendo a la inexistencia casi total
de condiciones que permitan la realización de los procesos de docencia e
investigación con niveles de calidad admisibles. Por supuesto que sobre la
cualificación de admisibilidad se va a encontrar uno un amplio espectro de
opiniones en las actuales circunstancias.
Los
dos discursos cuentan con soportes argumentales de incuestionable validez y su
cohabitación a lo interno de la Universidad, sin que se perciba una instancia a
través de la cual se puedan zanjar sus diferencias, o al menos intentarlo, en
mi opinión está generando daño institucional. Incluso: cierta crispación. A
nivel de las instancias institucionales se percibe un consenso alrededor del
discurso de la “Resistencia” que, en lo personal, comparto. Pareciera, sin
embargo, que los argumentos que lo sustentan no están siendo lo suficientemente
bien comunicados aguas abajo. Hace
falta una mayor deliberación sobre tan álgido y delicado tema a nivel de las
cátedras y departamentos. Hace falta recabar las opiniones de los actores de la
cotidianidad académica sobre lo qué se puede continuar haciendo y lo qué no. Y
que en ese proceso de consulta se pueda permear hacia las bases, la visión
institucional sobre el dilema entre apagar la luz y el desafío de tratar de
mantenerla encendida bajo el lema de estar dispuesto a perecer con las botas
puestas –como me lo expresaba un decano de facultad-.
La
Universidad, por su esencia, es una organización en la que debe privar su
carácter deliberativo, máxime en tan infaustas circunstancias de inviabilidad.
El privilegiarlo pudiera ser la clave para tratar de conseguir una posición
equilibrada entre lo que ahora se perciben como dos extremos opuestos que no se
están escuchando el uno al otro. Esta falta de comunicación genera angustia y
propicia una dañina radicalización verbal. Surgen entonces cuestionamientos
sobre hasta cuándo se va a continuar “fingiendo normalidad”, que no creo que ya
a estas alturas sea el caso cuando es imposible fingirla. Incluso algunos, desde una perspectiva
gremialista tradicional, cuestionan el que los profesores continúen en sus
clases, aceptando ser sometidos a una condición de “esclavitud académica” habida cuenta de los irrisorios salarios y la
degradación de los beneficios socio-económicos colaterales.
Recientemente,
en desempeño de funciones de auscultación, asistí a una sesión ampliada del
Consejo Universitario. Percibí a los representantes de los tres gremios allí
presentes, estudiantes, profesores y empleados, bastante alineados con el
criterio de mantener a la universidad abierta. En este tramo del duro trayecto que
nos está tocando transitar: es la posición correcta, insisto. Pero, al mismo
tiempo, los estudiantes demandaban mayor flexibilización en cuanto a la
asistencia, las evaluaciones, etc., bajo la tácita creencia de la continuidad
de las actividades de prosecución académica en todas las áreas. Similarmente,
también los representantes de los profesores y los empleados demandaban ¡mayor
flexibilización! A una persona sentada a corta distancia de mi asiento, se le
salió decir: ¡y más mateo!
Es
importante reconocer que la preocupación sobre el nivel académico también
irrumpió en la sala, lo cual agradecí después de escuchar unas alocadas
palabras en las que se proponía calificar con veinte a todos los alumnos en
reconocimiento a su “condición guerrera” –definitivamente: las ejecutorias del
Régimen nos han contaminado-. Con mucha angustia, una profesora de Educación
invocó una solicitud de reflexión a los allí presentes: ¿Hasta qué niveles se
podía continuar permitiendo una reducción de la calidad académica en una
institución de tanto prestigio como la nuestra? Los dos discursos se hicieron
presentes. Yo creo en la necesidad de compaginarlos. ¿Se puede? Es necesario
intentarlo.
El
Decano de la Facultad de Ciencias de la Salud en un fogoso discurso, señaló lo
que en mi opinión debiera ser el principio a partir del cual se pudiera buscar
la unificación de un relato compartido por la mayoría de los miembros de la
comunidad. La Universidad debe mantener sus puertas abiertas, pero ello no
necesariamente debe implicar sólo clases. El Director de Planta Física también
aportó lo suyo, dándonos un frío baño sobre la realidad de las condiciones del
campus universitario. Insinuó la posibilidad de que se considerara el programar
las actividades “factibles” de docencia en uno o dos edificios. Y que se
concentraran los escasos recursos de transporte en facilitar el acceso a dichas
áreas. La sensatez va ganando espacios. Creo que, progresivamente, también la
convicción que a la Universidad hay que mantenerla abierta va siendo
internalizada. El problema estriba en el cómo. Este es el espacio donde las
diferencias deberían ser zanjadas y en el cual la comisión, que recientemente
designara el Consejo Universitario, para evaluar la Emergencia Académica de la
Institución, puede enfocar su objetivo.
Para
ello, sugiero activar un verdadero proceso deliberativo a nivel de las
instancias académicas. A los fines de levantar un pormenorizado inventario de
la viabilidad para la docencia en cada una de las áreas. Se dice sencillo, pero
sabemos que no lo es. Pueden intervenir en el proceso un amplio abanico de
consideraciones: reducción temporal de opciones curriculares tomando en cuenta
el número de alumnos que las demandan; priorización de esfuerzos orientados a
atender a los alumnos de los últimos semestres o años, etc. La Universidad debe
mantenerse abierta, sí, pero al mismo tiempo involucrada en un proceso dinámico
de construcción de acuerdos sobre lo que es viable académicamente en un período
de tanta emergencia –y que podría prolongarse-. Y sobre lo que no es viable,
asumirlo y dar una respuesta con las debidas explicaciones tanto a lo interno
como a lo externo. El país y la región deben saber, necesitan saber, en qué
condiciones se encuentra su universidad.
Inicié
este texto con la hermosa visión de un profesor. Lo concluiré con otra
vivencia, de un profesor de la Facultad de Ciencia y Tecnología. Brillante ex
alumno mío; universitario a carta cabal; con formación y título de quinto nivel
en una prestigiosa universidad europea. Cada cierto tiempo, Pedro Linares,
escribe un sencillo tuit para recordarle a las autoridades universitarias el
cumple mes de un episodio fatídico para su querida facultad. Los edificios de
dos de sus escuelas, Química y Computación, se quedaron sin acometida eléctrica
como resultado de un robo masivo de los conductores. Ha transcurrido más de un
año desde que ocurrió. También con frecuencia veo tuits donde las estudiantes
de esas escuelas descargan su frustración. Los costos para resolver esa
situación son inasumibles por la Institución en los actuales momentos. Lo grave
es que la respuesta institucional ha sido el silencio: ni solución; ni
acompañamiento al padecer de los afectados mediante reclamo público; ni
respuesta, por muy mala que esta fuera. Simplemente, Pedro y todos los miembros
de esas dos comunidades académicas lucen abandonados en el limbo de la
imposibilidad fáctica. Ahora está FACES,
desde el 27 de febrero sin servicio eléctrico por un problema de menor calado:
la simple rotura de un puente en una línea, falla inexplicablemente desatendida
por CORPOELEC. Hace unos meses escribí, en este mismo blog, sobre la situación
de Ingeniería, la cual se resolvió parcialmente mediante pañitos calientes.
Hace algunas semanas, tuve la oportunidad de leer el dramático testimonio de
una profesora de la escuela Bioanálisis (@TITIRRR). La comisión debe comenzar a
producir respuesta a todo este tipo de situaciones. Porque es la carencia de
respuestas o siendo más cauto: la sensación que tienen muchos de que no las
hay, lo que ha contribuido a acrecentar la virulencia en el enfrentamiento a lo
interno entre dos relatos que, siendo realistas, después de tanta caída por el despeñadero ya
no debería continuarse ventilando. Debemos tender a la unificación de un relato
compartido, el de la gloriosa y heroica resistencia ilustrada a la perfección
en la disposición de Gustavo, pero generando credibilidad sobre el compromiso
institucional de cuidar a la Academia.