Profesores: ¿Por qué no reaccionamos?
Asdrúbal
Romero M.
En el año 2000, siendo todavía Rector de la
Universidad de Carabobo, viajé a La Habana para asistir a un evento de rectores
cuyo presidente anfitrión era el Rector del Instituto Politécnico Superior José
Antonio Echevarría, como decir el MIT de Cuba. En una visita a uno de sus
laboratorios de Ingeniería Eléctrica, siempre recordaré el visible esfuerzo que
hacía el Rector para vendernos la “maravilla tecnológica” subyacente a los
rudimentarios aparatos que utilizaban como apoyo a sus procesos de enseñanza.
Más allá de que uno pudiese admirar la ingeniosidad de los jóvenes cubanos,
habituados a trabajar con las uñas para suplir la imposibilidad de acceder a
recursos tecnológicos cónsonos con la modernidad de la época, el nivel
deprimente, en general, de aquellos laboratorios me produjo una extraña
sensación de tristeza y decepción entremezcladas en una corriente de simpatía
hacía ellos. Los pobres, desconectados de la modernidad, hacían su mejor
esfuerzo para continuar todos los días reinventando la rueda como si los
límites del planeta se hubiesen reducido a las aguas que circundaban su isla.
Silencié mis impresiones por decencia y respeto a
aquel rector que me parecía un buen hombre. La noche anterior, en una cena
privada, nos había confesado a quienes le acompañábamos en la mesa que él y su
familia hasta hambre habían padecido durante el Período Especial –cuando el
cese de la ayuda de la Unión Soviética a Cuba después de la caída del Muro de
Berlín-. Tengo muchas más anécdotas de aquel
viaje, pero si lo he traído a colación es porque tales recuerdos me retratan el
futuro de nuestra universidad venezolana.
¡Desconectada de la modernidad! No imagino peor
castigo que ese, para una institución que por su esencia debe tratar de mantenerse al tanto del avance
global de los conocimientos. Haciendo abstracción, por un momento, del
severísimo empobrecimiento al que se ha visto sometido nuestro profesorado, que
ya de por sí es una tragedia, me imagino el desencanto de aquellos que, en un
momento de su vida, decidieron por vocación dedicar el resto de sus días al
hermoso y digno trabajo de lidiar con el conocimiento. Es a ellos a quienes
dedico estas líneas: a los que han vivido con pasión su vida universitaria.
¿Cómo van a reponer los equipos de sus laboratorios para la docencia o de sus
centros de investigación cuando enfermen de obsolescencia, o se les dañe por
falta de un vital repuesto o, simplemente, se los roben, cuestión esta que
ocurre con una frecuencia digna de mención dentro de esta preocupante
interrogante? ¿Cómo se van a adquirir los insumos y materiales que requieren
para sus investigaciones o la realización de prácticas con sus alumnos, o los
que se consumen en la hermosa labor de extensión social que realizan nuestras
facultades de Ciencias de la Salud y Odontología? En esta era digital y de
bibliotecas virtuales: ¿Se podrán renovar los contratos en dólares para acceder
a las más prestigiosas bases de datos internacionales de investigación? Ojalá se pueda, porque un buen texto de
Medicina o Ingeniería en inglés le podrá
costar a un profesor el equivalente a varios meses de su sueldo integral. ¿Se
podrá seguir disponiendo de un internet de regular calidad en nuestras casas de
estudio? Yendo a lo más básico aún: ¿Y podremos seguir teniendo aire
acondicionado en nuestros ambientes de trabajo? Me podrán acusar de
melodramático, pero puedo poner como testigos a trabajadores de áreas cuyo
acondicionamiento de aire depende de costosas unidades centrales o sistemas tipo
chillers y les ha fallado. ¡Los días que tienen que transcurrir hasta que, a un
altísimo costo, se les puede restablecer el servicio! Y pronto va a llegar el
día en que se tengan que quedar sin él, porque no hay presupuesto factible en
el presente contexto que resista los hiper inflados costos.
La incidencia del dólar permea casi todos los rubros
del gasto universitario tanto a nivel institucional como individual. Una simple laptop, hoy día una herramienta de
trabajo fundamental para un universitario, ya el empobrecido profesor debe
estar preguntándose cómo hará para comprarse una nueva cuando la que tiene le
entregue sus últimos latidos. ¿Y el video beam de la Cátedra cuando su
encarecido bombillo se resista a emitir otro ya muy debilitado rayito de luz?
Podríamos ad infinitum seguir
repasando todos los modos del quehacer universitario e ir proponiendo
inquietantes interrogantes que dibujan un sombrío cuadro que comienza a hacerse
realidad. Si es que ya ni siquiera hay papel en la Universidad, porque una
resma cuesta bastante más de un millón de los no tan viejos bolivaritos. No
sólo se trata de que han erosionado hasta la saciedad la calidad de vida de los
trabajadores universitarios, sino de que han convertido a la institución que es
nuestro medio y modo de vida en una organización inviable de sostener bajo el
paradigma tradicional. Los que siempre propugnaron por el dogma de la
gratuidad, nos van dejando una universidad que habrá que semiprivatizarla para
que pueda sobrevivir en ella algún rasgo de calidad. ¡Qué paradoja tan
patética!
Ahora bien, estoy seguro que la mayoría de los
profesores han hecho sus propias proyecciones sobre ese futuro, sin futuro, en
el cual quedarán convertidos en simples pobres nómina habientes de
universidades de pacotilla gestionadas en las penumbras y lo que sorprende es
que no se haya producido todavía algún signo de vigorosa reacción colectiva.
Esta lucha no la podemos, por abúlica dejadez, delegar en una FAPUV sin
acompañamiento colectivo, ni constreñirla a una defensa de nuestro salario, ni
emparaguarla bajo el gastado slogan de “Presupuesto Justo Ya”. Es mucho más
profundo lo que está en juego: es la ruptura de nuestro cordón umbilical con la
modernidad, oxígeno vital para la Institución a la que siempre hemos querido
pertenecer. Nos ocurre lo que al país, cedemos a la destrucción, pero en
nuestro caso, por ser profesores universitarios, la Historia nos pasará doble
factura. Creo que ya ha comenzado a pasárnosla. Como lo decía el profesor
Vizcaya en una brillante intervención al final de una escualidísima asamblea
informativa que organizó la directiva de la APUC: por qué el Gobierno va a
pagarle más a unos profesores universitarios que ni siquiera han tenido la
entidad para defender a la Universidad. Y en esa defensa, así lo interpreté, no
sólo se trata de lo gremial; ni siquiera, en un escalón superior, de lo
institucional; sino de la recolocación de la Universidad como la gran casa de
la luz que vence a las sombras, la luz de las ideas para inspirar al país hacia
el gran cambio que debe gestarse en él, si de verdad queremos detener esta loca
carrera hacia las cavernas.
En esa asamblea, propuse que la APUC debía designar
una comisión que se abocara a investigar y escudriñar en la conducta nuestra
como colectivo. Habría que diseñar un instrumento y bajarlo a las bases
profesorales, auscultar su opinión sobre el conjunto de decisiones a tomar y
acciones que habría que acometer en defensa de la Universidad. Hay que poner el
estetoscopio en el ámbito de las cátedras y departamentos, tenemos que saber
qué es lo que hay que cambiar para regenerar entusiasmo y participación en esta
trascendental lucha, distinta a las anteriores, porque en esta nos estamos
jugando la vida como cabales universitarios. ¿Por qué no se participa? ¿Por qué
no reaccionamos? ¿Por miedo? ¿Depresión colectiva? ¿Falta de liderazgo? Tenemos
que saber, tener un diagnóstico que nos permita recanalizar nuestra conducta
colectiva hacia el reencuentro de todos en una lucha que es parte de nuestro
deber ser.
Otra propuesta que tuvo consenso fue la convocatoria a
una asamblea general de profesores. Sería un excelente escenario para iniciar
la discusión, para comenzar a escuchar. Que la convocatoria no tiene la acogida
esperada, que los profesores en su aparentemente inexplicable pasividad no
asisten, no importa: el resultado que hay que asumir de un primer intento de
diagnóstico. Tiene uno la sensación de que en ese liderazgo compartido y difuso
que ha quedado al frente del gremio (el Presidente está ausente por razones de
salud y eso se entiende) hay mucho temor. No organizan acciones porque las
experiencias de participación profesoral han sido verdaderamente patéticas
(incluyendo la misma asamblea a la que he hecho referencia, aunque en ella se
denunció que no había mediado un genuino esfuerzo de convocatoria). Le temen a
la Asamblea General porque en ella les pueden declarar un paro total y “estamos
inmersos en un esquema nacional de lucha del cual no nos podemos separar” (las
comillas son para parafrasear el argumento expuesto). Es mucho más lo que se pierde
no convocándola que lo que se arriesga en su concreción. Yo no creo que en una
asamblea, por muy incendiaria que sea, se vaya a desestimar un argumento que es
razonable, pero al cual se le pueden poner condiciones y mientras tanto
organizamos nuestra propia lucha, la de la siempre combativa Universidad de
Carabobo. Lo contrario: que no hagamos nada, la Universidad cayéndose a pedazos
y nosotros siendo mudos testigos de su destrucción es triste y lamentable. Señores
profesores, no hay fondo si no detenemos esto. Tenemos por delante una inmensa
responsabilidad colectiva por cumplir.